sábado, 28 de noviembre de 2015

YO SOY LA RESURRECCIÓN.


 



 

Dos palabras aparecen únicamente en el evangelio de Juan; los dos aparecen en ambiente de muerte ( la muerte de Jesús y la de Lázaro) , y es la única vez  que Jesús se llama a sí mismo LA RESURECCIÓN.... Y LA VIDA.

En Jn 11, 25, Marta de Betania ha dejado de ser una mujer fuerte, capaz de superarlo todo; está rota por la desgracia; y por si fuera poco, Jesús, tardo en el  pésame y al parecer sin inmutarse por el problema de esa familia tan acogedora, hablas un lenguaje que a marta le sonaría a "música celestial":  "Tu hermano resucitará"; como si ese consuelo le devolviera la presencia física de su hermano muerto. A Marta le faltó decir: "A buenas horas" pero con más educación dijo: sé que mi hermano resucitará en el último día...

Marta está en otro nivel y no entiende el lenguaje de fe, ni conoce de verdad a Jesús. Gracias a su fe tan débil tenemos ahora otra definición reveladora de Jesús: YO SOY LA RESURECCIÓN... Y LA VIDA.

Lo sorprendente es que Jesús se aplica a sí mismo un título abstracto femenino.  Ahora bien, cuando Jesús dice "Yo soy la resurrección" habla en serio y dice más que "yo resucito a los muertos, o yo devuelvo la vida". Sus palabras  vienen a ser : "Yo soy por esencia eso que hace que los muertos vivan, lo que hace que un cadáver deje de ser un cadáver"

Ordinariamente usamos la misma palabra para hablar de la resurrección de Jesús y para hablar de las resurrecciones que hizo Jesús en su vida pública. Sin embargo, a esto último deberíamos llamarlo más bien "revivificación, o reanimación, o vuelta a la vida" porque retornan a una situación similar a la anterior, y de hecho morirán. En cambio, la resurrección de Jesús no tiene vuelta atrás, "la muerte no tiene ya dominio sobre él". Porque la resurrección de Jesús es Jesús mismo, que vive glorioso para siempre.

 

Manuel

IGLESIAS GONZALEZ, S.J.

lunes, 23 de noviembre de 2015


 
 
 



 

 

 

EL SOL Y LAS SOMBRAS.

 

La luz y las tinieblas forman parte de nuestra imaginación infantil. El sol y las sombras configuran nuestra confianza y nuestros temores.

Si miramos hacia el sol no veremos la sombra que proyectan nuestros cuer­pos sobre el terreno. Y, al contrario, sólo cuando damos la espalda al sol des­cubrimos que, más larga o más corta, nuestra sombra parte de nuestros propios pies.

En ese momento nos damos cuenta que un lado de nuestro cuerpo es inac­cesible para el sol. Pero no sólo eso. Se nos hace evidente que con nuestro cuerpo impedimos que la luz del sol llegue a un espacio de la tierra y que pueda bañar algunos objetos y tal vez a algunos seres vivos. Cada uno de noso­tros se interpone con frecuencia entre el sol y las cosas.

Por otra parte, cuando falta la luz, a muchos de nosotros nos asalta el miedo. En la oscuridad parece que los raidos se agrandan y hasta creemos ver fantasmas. Caminamos a tientas, tropezamos con cualquier cosa y desconocemos los luga­res que deberían sernos familiares.

Pues bien, esa observación se con­vierte en una especie de parábola cuando pensamos en nuestra vida de fe. Sabemos que si volvemos la vista hacia Dios, quedaremos inundados por su luz. Ante la luz de Dios perderán impor­tancia muchos de los problemas que creíamos insuperables, hasta el punto que nos quitaban el sueño y la paz.

Evidentemente todos tenemos que tener los pies bien plantados en el suelo

y observar atentamente lo que ocurre en nuestra tierra. Pero si solamente diri­gimos la mirada hacia lo más terrenal de nuestra vida, perderemos la necesaria perspectiva y nuestras preocupaciones se agrandarán de forma insospechada.

Aún hay más. Cuando caemos en el orgullo y la altanería, cuando nos ensal­zamos y crecemos demasiado a nuestros propios ojos, nos interponemos entre Dios y nuestros hermanos. Proyectamos una sombra tan espesa sobre ellos que con frecuencia llegamos a ignorar su presencia y sus lamentos.

Algo parecido ocurre con el mundo creado. Hemos agrandado hasta tal pun­to nuestras necesidades o caprichos que hemos creado verdaderos desastres eco­lógicos. Hemos dejado en sombra gran­des zonas de la naturaleza. Creamos un cierto eclipse que nos lleva a ignorar a muchos seres vivos y a una parte notable de la tierra.

Volver la vista a Dios nos llevará a descubrir su grandeza y su misericordia. Nos obligará a comprender cuál es nues­tro puesto en el mundo. Nos ayudará a respetar la dignidad de nuestros seme­jantes. Y la belleza de este mundo crea­do, en el cual podemos descubrir las huellas del Creador.

 

José- Román FLECHA ANDRÉS.

 

 

lunes, 16 de noviembre de 2015

EL MUNDO DE HOY.


 

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De forma recurrente surge la pregunta de hacia dónde se encamina el mundo. A veces es formulada desde el temor, porque vemos la degradación del planeta, de los valores, los conflictos que persisten y aumentan en tantas partes, o el aumento de las desigualdades entre los hombres. En otras ocasiones, desde el optimismo, se afirma que estamos mejor y que el progreso que nos traen la ciencia y la técnica nos aseguran  un futuro de harmonía y bienestar.

Los cristianos no permanecemos ajenos a estas preocupaciones y somos conscientes de nuestra responsabilidad a la hora de contribuir a la mejora en el mundo en que vivimos. Sin embargo, nuestra mirada ante el sentido de la historia no se reduce al horizonte de lo material. Nuestra preocupación y empeño por construir la ciudad eterna está iluminad por la palabra de Cristo, que nos habla de su retorno glorioso.

Como señaló repetidas veces Benedicto XVI, somos un pueblo que avanza hacia el encuentro del Señor que he de volver. Ese caminar no le realizamos saliendo de este mundo, sino ordenando nuestra vida y todas las cosas hacia Él. Ello incluye tanto la preocupación por el estudio de la verdad y las aplicaciones que se siguen de los conocimientos científicos, como el cultivo de la belleza en las artes y, sobre todo, la práctica de la bondad como expresión del amor que se nos ha manifestado en Cristo y que se nos ha dado. En él encontramos el verdadero motor de la historia.

 

David AMADO FERNÁNDEZ

 

 

 

martes, 10 de noviembre de 2015

MARÍA DE LA ESCUCHA.




 

María es la mujer de la escucha. Lo vemos en el encuentro con el ángel y lo volvemos a ver en todas las escenas de su vida, desde las bodas de Caná hasta la Cruz. Y hasta el día de Pentecostés. En el momento del anuncio del ángel podemos ver ya la actitud de escucha, una escucha verdadera, una escucha dispuesta a interiorizar: no dice simplemente "Si", sino que asimila la Palabra, acoge en sí la Palabra. Y después sigue la verdadera obediencia, como una Palabra interiorizada, es decir, transformada en Palabra en ella y para ella. Así la Palabra se convierta en Encarnación.

Lo mismo vemos en el Magníficat. Sabemos que es un texto entretejido con palabras del Antiguo Testamento. Vemos que María es realmente una mujer de escucha que en el corazón conocía la Escritura.  No solamente conocía algunos textos, sino que está identificada con la Palabra, que en su corazón y en sus labios se transforma, sintetizada en un canto. Vemos que su vida estaba realmente penetrada por la Palabra; había entrado en ella, la había asimilada. Así en ella se había convertido en vida, transformándose luego de nuevo en palabra de alabanza y de anuncio de la grandeza de Dios.

 

BENEDICTO XVI