sábado, 30 de abril de 2016

COMPARTIR LA CRUZ.



Tenemos que saber compartir la Cruz.
 Él sabe bien nuestro horror a la pe­nitencia; comprende perfectamente nuestro desagrado ante el sufrimiento; y es más, simpatiza con nosotros en esas dificultades. Es verdad que Él desea que nosotros le ayudemos a llevar su cruz, pero también desea ayudarnos a hacerlo. Es tan suave su ayuda, tan seductora su compañía, que Santa Teresa en­cuentra que sólo la primera de sus cruces fue realmente dura; una vez que ella hubo abrazado su cruz, se encontró en estrecha unión con Jesucristo. No hay en esta vida alegría igual a la de compartir la cruz con Jesucristo. Requiere coraje, requiere gracia y re­quiere quizá una llamada especial; pero la verdad es que esta senda de sufrimiento y penitencia—peni­tencia, entiéndase bien, asumida o aceptada de acuer­do con la voluntad divina y no con la nuestra—es el camino de la más alta alegría, y el más seguro sen­dero para las cumbres de la oración.
EUGENE BOYLAN


martes, 26 de abril de 2016

LA ORACIÓN Y LA VOLUNTAD.


En la práctica, mientras que es una regla segura no descuidar aquellos actos para los cuales se tiene facilidad o se siente uno atraído, sin embargo, apar­te del caso de manifiesta pereza, no se deberá intentar forzar actos para los cuales no se tiene facilidad, sino quizá mucho disgusto, especialmente cuando tal disposición es habitual. Esto es verdad incluso de la especie más árida de oración, donde se está asido a Dios manifiestamente, con las puntas de los dedos de la voluntad únicamente. Pueden hacer falta actos —actos breves—de vez en cuando, para recobrarse de distracciones, pero no se deberán forzar más allá de lo que haga falta. En las bases más consoladoras de esta oración el alma goza de Dios, y esto es un ejercicio de la voluntad que le complace mucho a Él y es de gran provecho para el alma. Pero si la ora­ción se hace seca y retraída, y resultan casi imposibles afectos devotos de cualquier clase, entonces el alma tiene que orar con su voluntad únicamente. Esto se hace, como escribe fray Piny, O. P., "queriendo em­plear todo el tiempo de la oración en amar a Dios, y en amarle a Él más que a sí mismo; queriendo que­dar abandonados a la voluntad Divina. Hay que comprender claramente que si queremos amar a Dios (dejando a un lado por un momento la consideración de la parte que la gracia juega en esta acción), en virtud de esa misma acción le amamos real y efecti­vamente; si, por un acto real de la voluntad, decidi­mos unirnos en amoroso sometimiento a la voluntad de Aquel a quien amamos o deseamos amar, por ese mismo acto de la voluntad llevamos a cabo, inme­diatamente, dicha unión. El amor, en verdad, no es nada más que un acto de la voluntad".

EUGENE BOYLAN

sábado, 23 de abril de 2016

EL PADRE Y YO SOMOS UNO.


He aquí la fe católica: veneramos a un Dios en la Trinidad y a la Trinidad en la unidad, sin confundir a las Personas, sin dividir la sustancia: una es, en efecto, la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo; pero el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tie­nen una misma divinidad, una gloria igual, una misma majestuosidad eterna. Esta es la fe sin desviaciones: nosotros creemos y confesamos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y hombre: él es Dios, de la sustancia del Padre, engendrado antes de los siglos; y él es hombre, de la sustancia de su madre, nacido en el tiempo: Dios perfecto, hombre perfecto, compuesto de un alma razonable y un cuerpo humano, igual al Padre según la divinidad, inferior al Padre según la humanidad.
Aunque él sea Dios y hombre, no existen dos Cristos, sino un solo Cristo: es uno no porque la divinidad haya pasado a la carne, sino porque la humanidad fue asu­mida por Dios; se trata de una unión no por mezcla de sustancias, sino por la unidad de la persona. Porque,
al igual que el alma razonable y el cuerpo forman un hombre, Dios y el hombre forman un Cristo. Él sufrió por nuestra salvación, descendió a los infiernos, resucitó al tercer día de entre los muertos, subió a los cielos, y está sentado a la derecha del Padre; desde allí vendrá a juzgar a vivos y muertos.
San Atanasio (atribuido)


 

 

martes, 19 de abril de 2016

LA TÚNICA DE PEDRO.


El discípulo que Jesús amaba le dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Aquel que es amado es el primero en ver; el amor da una visión más aguda de todas las cosas; aquel que ama siempre siente de modo más vivaz... ¿Qué convierte en la pasión al espíritu de Pedro en un espíritu tardo, y le impide ser el primero en reconocer a Jesús, como antes lo había hecho? ¿Dónde está ese singular testimonio que le hacía gritar: eres Cristo, el Hijo de Dios vivo? Pedro estaba en casa de Caifas, el sumo sacerdote, donde había escuchado el cuchi­cheo de una sirvienta, y tardó en reconocer a su Señor.
Cuando él escuchó que era el Señor, se puso su túnica, porque no llevaba nada puesto. ¡Esto es muy extraño, hermanos! Pedro entra sin vestimenta a la barca, iy se lanza completamente vestido al mar! El culpable siempre mira hacia otro lado para ocultarse. De ese modo, como Adán, hoy Pedro desea cubrir su desnudez por su pecado; ambos, antes de pecar, no estaban vestidos más que con una santa desnudez. Él se pone su túnica y se lanza al mar. Esperaba que el mar lavara esa sórdida vestimenta que era la traición. Él se lanzó al mar porque quería ser el primero en regresar. Se ciñó su túnica porque debía ceñirse al combate del martirio, según las palabras del Señor: Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras.
San Pedro Crisólogo

 

jueves, 14 de abril de 2016

ÉSTE ES EL DÍA


Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra ale­gría y nuestro gozo... Como cristianos nacimos para el reino de Dios desde nuestra más tierna infancia, pero, aun siendo conscientes de esta verdad y creyendo ple­namente en ella, tenemos muchas dificultades para aco­ger este privilegio. Nadie, por supuesto, lo comprende plenamente... Y hasta en este gran día, este día entre los días, donde Cristo resucita de entre los muertos, nosotros estamos como recién nacidos a los que les faltan ojos para ver y corazón para comprender quié­nes somos verdaderamente. Este es el día de Pascua, repitámoslo una y otra vez, con un respeto profundo y una gran alegría; digamos: He aquí el día entre los días, el día real, el día del Señor. He aquí el día en el que Cristo ha resucitado de entre los muertos, el día que nos trae la salvación.
Este día nos conduce, en prefiguración, a través de la tumba y las puertas de la muerte, al tiempo del des­canso en el seno de Abrahán. Estamos bastante cansa­dos de la oscuridad, de la tristeza y del remordimiento. Estamos bastante cansados de este mundo agotador. Estamos cansados de sus ruidos y su ¡aleo; su mejor música es sólo ruido. Pero ahora reina el silencio, y es un silencio que habla. Hoy es el comienzo de días tran­quilos y serenos, en los que podemos escuchar a Cristo, con su voz dulce y tranquila, porque el mundo deja de hablar. Despojémonos de este mundo, y revistámonos de Cristo.

BEATO JOHN ENRY NEWMAN
 

domingo, 10 de abril de 2016

LA LUZ BRILLA EN LAS TINIEBLAS



En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a decir: Que exista la luz. Antes había venido la noche del monte de los Olivos, el eclipse solar de la pasión y muerte de Jesús, la noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza la crea­ción totalmente nueva. Que exista la luz, dice Dios, y existió la luz. Jesús resucita del sepulcro; la vida es más fuerte que la muerte, el bien es más fuerte que el mal; el amor es más fuerte que el odio, la verdad es más fuerte que la mentira; la oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de (a tumba y se hace él mismo luz pura de Dios.


Pero esto no se refiere solamente a él, ni se refiere únicamente a la oscuridad de aquellos días. Con la resu­rrección de Jesús, la luz misma vuelve a ser creada. El nos lleva a todos a la vida nueva de la resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios. Pero, ¿cómo podemos alcanzar esto sin que se quede sólo en palabras, sino que sea una realidad en la que estamos inmersos? Por el sacramento del bau­tismo y la profesión de la fe, el Señor ha construido un puente para nosotros, a través del cual el nuevo día viene a nosotros. En el bautismo, el Señor dice a aquel que lo recibe: Que exista la luz. El nuevo día, el día de la vida indestructible, llega también a nosotros. Cristo nos toma de la mano: a partir de ahora él nos sosten­drá y así entraremos en la luz, en la vida verdadera.


JOSEPH RATZINGER

miércoles, 6 de abril de 2016

EL TRONO DE LA CRUZ

El madero de la cruz sostiene al que creó el universo. Padeciendo la muerte para que yo tenga vida, aquel que sostiene el universo está clavado en el madero como un muerto. Aquel que con su aliento infunde vida a los muertos exhala su espíritu desde la cruz. La cruz no le avergüenza, sino que es el trofeo que da testimonio de su victoria total. Está sentado como juez justo en el trono de la cruz. La corona de espinas que lleva en la frente atestigua su victoria: Tened ánimo, yo he ven­cido al mundo y al príncipe de este mundo, llevando el pecado del mundo.
Las mismas piedras del Calvario, donde según una tradición antigua fue enterrado Adán, nuestro primer padre, levantan su voz para testimoniar el triunfo de la cruz. Adán, ¿dónde estás?, grita de nuevo Cristo en la cruz. «He venido hasta aquí en tu busca, y para poderte encontrar he extendido los brazos en la cruz. Con las manos extendidas vuelvo al Padre para darle gracias por haberte encontrado, luego mis brazos se extien­den hacia ti para abrazarte. No he venido para juzgar tu pecado, sino para salvar por mi amor a todos los hombres. No he venido para declararte maldito por tu desobediencia, sino para bendecirte por mi obedien­cia. Te cubriré con mis alas, encontrarás refugio en mi sombra, mi fidelidad te cubrirá con el escudo de la cruz y no temerás el espanto nocturno, porque conocerás el día sin ocaso».
SAN GERMAN DE CONSTANTINOPLA

domingo, 3 de abril de 2016

LIBRES DE LA SOBERBIA DE LA VIDA


El enemigo mayor para amar a Dios es la sober­bia de la vida. «Dos amores fundaron dos ciuda­des: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera ciudad se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios»50. Lo que dificul­ta el amor a Dios, más que la inclinación desorde­nada a las criaturas, es el propio yo. Hay en el hom­bre un antagonismo entre la libertad del amor a Dios y la esclavitud del egoísmo. En un corazón lleno de amor propio no cabe el amor a Dios.

Construimos la ciudad de Dios —el amor a Dios— dejando obrar al Espíritu Santo en noso­tros, para que nos vacíe de nuestro yo y nos llene de Dios. Con su ayuda se trata de dar un giro coper-nicano a nuestra vida, darle la vuelta a nuestro siste­ma planetario: en lugar de girar alrededor de nuestro yo, girar alrededor de Dios; en lugar de buscarnos a nosotros mismos, buscar la gloria de Dios.

«Los peores muros son los que construimos a nuestro alrededor», se leía en unos grafíti del muro de Berlín. El gran obstáculo, que impide que Dios entre en nuestras vidas, que dificulta que penetre en nosotros el amor de Dios, es nuestro propio y0 Es la primera barrera que hay que derribar. Des­truimos ese obstáculo gracias a la libertad qUe Cristo nos ganó «muriendo por todos para que l0s que viven no lo hagan para sí, sino para El, qUe murió y resucitó» (2 Cor 5, 15).

 

 Javier FERNÁNDEZ PACHECO