jueves, 30 de junio de 2016

LA LEY, LOS PROFETAS - CRISTO.



Cuando leo el evangelio y encuentro testimonios de la Ley y de los profetas, no considero en ello otra cosa que a Cristo. Cuando contemplo a Moisés, cuando leo a los profetas es para comprender lo que dicen de Cristo.




  El día en que llegue a entrar en el resplandor de la luz de Cristo y brille en mis ojos como la luz del sol, ya no seré capaz de mirar la luz de una lámpara.
Si alguien enciende una lámpara en pleno día, la luz de la lámpara se desvanece. Del mismo modo, cuando uno goza de la presencia de Cristo, la Ley y los profe­tas desaparecen. No quito nada a la gloria de la Ley y de los profetas; al contrario, los enaltezco como men­sajeros de Cristo. Porque, cuando leo la Ley y los pro­fetas, mi meta no es la Ley y los profetas, sino que por la Ley y los profetas quiero llegar a Cristo.
San Jerónimo



lunes, 27 de junio de 2016

EL DIOS DE LOS VIVIENTES


La Sagrada Escritura y la Tradición no cesan de ense­ñar y celebrar esta verdad fundamental: «El mundo ha sido creado para gloria de Dios». «Dios ha creado todas las cosas», dice san Buenaventura, «no para añadir nada a su gloria, sino para manifestar y comunicar esta glo­ria». Porque Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad. «El amor es la llave que ha abierto la mano de Dios para crear todo lo que existe» (santo Tomás de Aquino).
La gloria de Dios consiste en que se realice esta mani­festación y esta comunicación de su bondad en vista de las cuales ha sido creado el mundo. Hacer de nosotros hijos adoptivos por Jesucristo: éste fue el designio bene­volente de su voluntad a la alabanza de su gloria y su gracia. «Porque la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios: si la revelación de Dios por la creación procura la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procura la vida a aquellos que ven a Dios» (san Ireneo). El fin último de la creación es que Dios, «el creador de todos los seres, llegue a ser todo en todos procurando a la vez su gloria y nuestra bien­aventuranza»

(Concilio Vaticano II).

martes, 21 de junio de 2016

ECUMÉNISMO.


En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común. Si los cristia­nos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une. La comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo. En efecto, no se debe olvidar que el Señor pidió al Padre la unidad de sus discípulos, para que ésta fuera testi­monio de su misión y el mundo pudiese creer que el Padre lo había enviado.
Se puede decir que el movimiento ecuménico haya partido en cierto sentido de la experiencia negativa de quienes, anunciando el único evangelio, se refe­rían cada uno a su propia Iglesia o comunidad eclesial, una contradicción que no podía pasar desapercibida a quien escuchaba el mensaje de salvación y encontraba en ello un obstáculo a la acogida del anuncio evan­gélico. Lamentablemente este grave impedimento no está superado. Es cierto, no estamos todavía en plena comunión. Sin embargo, a pesar de nuestras divisiones, estamos recorriendo el camino hacia la unidad plena, aquella unidad que caracterizaba a la Iglesia apostó­lica en sus principios, y que nosotros buscamos since­ramente: prueba de esto es nuestra oración común, animada por la fe. En la oración nos reunimos en el nombre de Cristo que es uno. Él es nuestra unidad.


San JUAN PABLO II

 

viernes, 17 de junio de 2016

ESPIRITU SANTO.


El Espíritu Santo fue enviado a los santos discípulos y a todos aquellos que estaban reunidos con ellos, y esto se dio de una manera increíblemente ajena a ellos; en cuanto al misterio escondido y oculto sobre estas mara­villas, no existía razón alguna, ninguna criatura sabía sobre ello, ni lo concebía, ni sabía cómo nombrarlo. El Espíritu Santo es una inmensidad de inconmensu­rable grandeza y tan dulce como todas las grandezas e inmensidades que la razón misma pueda concebir. Por eso, el Espíritu Santo mismo debe preparar el lugar donde ser recibido, trabajar para hacer que el hombre sea capaz de recibirlo.
La casa se llenó por completo. Esta casa simboliza a la santa Iglesia, que es la obra de Dios, pero también simboliza a cada hombre habitado por el Espíritu Santo. Una casa tiene muchas estancias, habitaciones, y en el hombre existen muchas facultades, sentidos y ener­gías diferentes: el Espíritu Santo las visita todas. Desde que llega, presiona, impulsa al hombre, despierta en él ciertas inclinaciones, trabaja con él y le da claridad. Esta visita y estas acciones interiores no son percibidas de la misma manera por todos los hombres. Cuanto más se entregue a su propio recogimiento, más con­ciencia tendrá el hombre de esta manifestación interior y siempre creciente del Espíritu Santo.


Beato Juan TAULERO

martes, 14 de junio de 2016

EUCARISTÍA Y MISERICORDIA.


En este Año jubilar vamos a fijarnos especialmente en el vínculo entre la Eucaristía y la misericordia. Con razón se la ha llamado el Sacramento del amor. En el Catecismo leemos: «La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregado por nosotros, debemos reco­nocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos» (n. 1397).
El evangelio de hoy muestra bien esta relación. Los após­toles se sienten desbordados por la multitud que acompaña a Jesús. Se dan cuenta de que hay una necesidad de aloja­miento y de comida y no saben cómo satisfacerla. Por eso piden a Jesús que despida a la gente. También nosotros experimentamos la imposibilidad de responder con lo que tenemos a las urgencias que se nos presentan, sean mate­riales o espirituales. Nuestro horizonte está limitado por la manera que tenemos de entregarnos, y entonces decimos: para qué sirve lo poco que yo puedo hacer..., y caemos en la tentación de eludir el problema o de trasladarlo a otro {que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor).
¿Qué encontramos en la Eucaristía? En ella está Jesús ver­daderamente presente. Pero no de cualquier manera, sino entregándose. San Pablo recuerda las palabras de la insti­tución: Mi cuerpo, que se entrega por vosotros. La razón de su presencia es su amor hacia nosotros. Como dice el P. Mendizábal: «La Eucaristía es el sacramento del deseo de Cristo de darse. Es el encuentro con el amor inagotable, misericordioso, por encima de nuestras miserias».
Jesús, que se compadece de aquella multitud, como se compadece de nuestra generación y de todos los hombres, quiere arrastrar a sus apóstoles tras el deseo de su corazón. Por eso les dice: Dadles vosotros de comer. Y los apósto­les han de reconocer su pobreza: No tenemos más que.. .; ésta es la misma precariedad que experimentamos noso­tros. Entonces Jesús les ordena hacer lo más contrario a sus previsiones: que la gente se siente, que no se vayan, porque tienen hambre y están cansados. Viendo con los alumnos las películas de Felipe Neri, de Juan Bosco o de José Moscati, encontrábamos algo en común en los tres: no tenían un no para nadie, siempre encontraban algo que dar.
¿Qué realiza la Eucaristía? Con audacia dijo san Cirilo que, mediante la Eucaristía, nos hacemos «concorpóreos y con­sanguíneos con Cristo». Él viene a nosotros y une su amor al nuestro para que seamos transformados. Es decir, por la misericordia de Dios, nosotros aprendemos también a dar­nos. La presencia de Jesús en la Eucaristía es muy consola­dora. Él es nuestro compañero. Siempre está ahí para que podamos superar la dificultad que tenemos para entregar­nos, para que, a través de esa presencia maravillosa, sigamos experimentando la salvación que nos obtuvo muriendo por nosotros en la cruz.
El milagro que hoy leemos anuncia la Eucaristía, pero asi­mismo toda esa vida maravillosa que se va a desarrollar en nosotros y a nuestro alrededor si sabemos recibirla. Los doce cestos repletos que quedaron después de que se saciaran simbolizan cómo nuestro amor crece en la medida en que nos damos a los demás. ¡Gracias, Señor, por la Eucaristía! ¡Gracias por tu amor que nos rescata y nos abre a la belleza de entregarnos a los demás!

David AMADO FERNÁNDEZ

viernes, 10 de junio de 2016

DEJAD QUE LOS NIÑOS SE ACERQUEN A MÍ.


Cristo ama la infancia que al principio él mismo asu­mió tanto en su alma como en su cuerpo. Cristo ama la infancia que enseña humildad, que es la norma de la inocencia, el modelo de la dulzura. Cristo ama la infan­cia, hacia la que orienta la conducta de los adultos, hacia la que conduce a los ancianos, y llama a imitar su propio ejemplo a aquellos que deseen alcanzar el reino eterno.

Pero para entender cómo es posible realizar tal con­versión y con qué transformación él nos devuelve a una actitud de niños, dejemos que san Pablo nos ins­truya y nos lo diga: No tenéis que ser niños en cuanto a vuestros pensamientos, sino en lo que respecta a la malicia. Por lo tanto, no debemos volver a nuestros días de infancia, ni a las torpezas del inicio, sino tomar algo propio de los años de madurez: apaciguar rápi­damente las agitaciones interiores, encontrar la calma, olvidar totalmente las ofensas, ser completamente indi­ferente a los honores, amar y preservar el equilibrio de ánimo como un estado natural. Es un gran bien no saber cómo hacer daño a otros y no tener gusto por el mal; no devolver a nadie el mal por el mal corresponde a la paz interior de los niños, la que conviene a los cristia­nos. Es esta forma de humildad la que nos enseña el Salvador al hacerse niño y ser adorado por los magos.

San León Magno

 

lunes, 6 de junio de 2016

LA CERCANÍA DE CRISTO.





La vuelta de Cristo a su Padre es a la vez fuente de pena, porque implica su ausencia, y fuente de alegría, porque implica su presencia. Tal es, en efecto, nues­tra condición presente: perdimos a Cristo y lo encon­tramos; no lo vemos y, sin embargo, lo percibimos. Estrechamos sus pies, pero él nos dice: no me reten­gas. Perdimos la percepción sensible y consciente de su persona; no podemos mirarlo, oírlo, hablar con él, seguirlo de lugar en lugar; pero espiritual, inmaterial, interior, mental y realmente gozamos de su vista y de su posesión: una posesión más efectiva y presente que aquella de la que los apóstoles gozaban en los días de su carne, justamente porque es espiritual, justamente porque es invisible.
 
Sabemos que, en este mundo, cuanto más cerca está un objeto menos podemos percibirlo y comprenderlo. Cristo está tan cerca de nosotros en la Iglesia cristiana de modo que no podemos fijar en él la mirada o distin­guido. Entra en nosotros, y toma posesión de la herencia que adquirió. No se nos presenta, sino que nos toma con él. Nos hace sus miembros. No lo vemos; conocemos su presencia sólo por la fe, porque está por encima de nosotros y en nosotros. Así, estamos afligidos, porque no somos conscientes de su presencia, y nos regocija­mos porque sabemos que lo poseemos: Sin haberlo visto, le amáis, y sin contemplarlo todavía, creéis en él, y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando asila meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas.
Beato John Henry Newman
 
 




viernes, 3 de junio de 2016

EL PERDON.


Las familias, los grupos, los estados, la comunidad internacional misma tienen que abrirse al perdón para reanudar los lazos rotos, para ir más allá de las situa­ciones de condena recíproca, para vencer la tentación de excluir a los demás negándoles toda posibilidad de apelación o recurso. La capacidad de perdón está en la base de todo proyecto de una sociedad futura más justa y más solidaría. Negar el perdón, al contrario, sobre todo si es para mantener los conflictos, tiene repercu­siones incalculables para el desarrollo de los pueblos. Los recursos se consagran a la carrera de armamentos, a los gastos de guerra o para enfrentarse a las represa­lias económicas. La paz es la condición del desarrollo, pero una paz verdadera no es posible sin el perdón.
La propuesta del perdón no es algo que se admita por su evidencia o que se acepte fácilmente. En cier­tos aspectos, es un mensaje paradójico. En efecto, el perdón comporta siempre, a corto plazo, una pérdida aparente, mientras que, a largo plazo, propicia un bene­ficio real. Con la violencia pasa exactamente lo contra­rio. La violencia opta por un beneficio a corto plazo, pero prepara para un futuro lejano una pérdida real y permanente. El perdón podría parecer una debilidad. En realidad, tanto para el que lo pide como el que lo concede, hace falta una fuerza espiritual grande y un coraje moral a toda prueba. Lejos de disminuir a la persona, el perdón la conduce a un humanismo más profundo y más rico, la capacita para reflejar en ella un rayo del esplendor del Creador.

San Juan Pablo II