jueves, 13 de abril de 2017

EL ALMA DEL HIJO DE DIOS.


Cuando en Roma, Miguel Ángel (t 1564) cincela su Pieta en el mármol, en Ulm (al sur de Alemania), Niklaus Weckmann (t 1536) talla en madera de tilo un Jesús arrodillado en el huerto de Getsemaní. Aquí tenemos, pues, en la cubierta de Magníficat, el rostro de este Cristo, uno de los más bellos y más increíblemente expresivos que jamás haya creado un artista. En este conmovedor rostro, la mirada es como una ventana abierta al alma de Cristo justo después de haber confiado a Pedro, Santiago y Juan: «Mi alma está triste hasta la muerte». Triste pero no abatida; angus­tiada pero no atormentada, implorante pero no desesperada. Es la mirada del hombre interior que, en medio de la prueba, dialoga con quien es más íntimo a sí mismo que él mismo. Pero es también la mirada del hombre que ya barrunta en la noche la sombra de la muerte que llega. Es también la mirada del hombre que interroga el silencio de Dios. Es, en definitiva, la mirada de toda la humani­dad que, como un solo hombre, escruta su destino para leer en él el cumplimiento de un designio inteligente, amable, amoroso...
Los ultrajes del tiempo, si no destruyen una escultura de arte, a menudo la embellecen. Esto se verifica especialmente en los bronces a los que la pátina de siglos da un brillo incomparable. Es también así, pero de otra manera, en las maderas policromadas. Lo demuestra este rostro: su policromía está desgastada, la madera está dañada, carcomida por los gusanos. Sin embargo, aun mal­tratada de esta manera, la obra se ha vuelto aún más hermosa, más verdadera que al salir de las manos de su creador. ¿Cómo es posible? Ultrajado por el tiempo, este rostro se ha convertido en un verdadero icono de nuestra naturaleza humana herida. De esta manera, nos permite contemplar algo impensable: ¡el icono de nuestra naturaleza herida representa al Dios vivo y verdadero! En este rostro del Hijo del hombre, los labios entreabiertos dejan escapar la más perfecta profesión de fe, de amor y de esperanza: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya».

Pierre-Marie DUMONT

[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]

 


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