Lo más importante que hace el sacerdote
es pronunciar las palabras de la absolución. Si hemos cumplido con nuestra
parte - contrición, confesión, satisfacción - esas palabras producen en
nosotros una fuerza tremenda, divina, porque la fórmula de la absolución no es
la promesa de Dios de mirar por otro lado, de ignorar nuestros pecados o dejar
atrás nuestro pasado. Tales nociones son absurdas y realmente incompatibles con
un Dios omnisciente y eterno.
Las palabras de la absolución no son el
balbuceo de un clérigo: son las palabras que Dios pronuncia sobre nosotros con
su Poder - exactamente igual que, con su Poder, las pronunció sobre las aguas
en la aurora de la creación, exactamente como las pronunció con su Poder sobre
el pan cuando afirmó que era Su Cuerpo -. La palabra de Dios es creadora y
eficaz. Ésa es, también, la clase de poder que Él ejerce en el sacramento de la
confesión. Crear es producir algo de la nada. Con las palabras de la
absolución, Dios nos renueva como si fuéramos una nueva creación. Así lo
expresa David cuando dice: “Crea en mí, ¡oh Dios! un corazón puro”. Dios, por
su parte, ha prometido que escuchará esta plegaria: “Os daré un corazón
nuevo... os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne”.
Los efectos persistentes de los pecados,
sobre todo los mortales, ciñen nuestras manos y nuestros pies como las vendas
que rodearon el cadáver de Lázaro, y nos impiden hacer el bien, sentir amor o
conseguir la paz eterna.
Sin embargo, todo cambia con las
palabras de la absolución. Cuando los pecadores penitentes oyen esas palabra. Tendrían
que experimentar una impresión no menor que la de los hombres, muertos hace ya
mucho tiempo, al oír a Jesús decir: “¡Lázaro, sal fuera!”. El pecado es una
muerte mucho mayor que la terminación de la vida del cuerpo. Así, por medio de
la absolución, Cristo realiza un milagro mucho mayor que el que hizo en la
tumba de Lázaro.
Scott HAHN.
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