Cada mañana, al levantarme, tengo que
soportar un terrible anuncio en la radio que dice algo así como: “No tenemos
sueños baratos”. Previamente nos ha ido leyendo la mente adivinando nuestros
más íntimos deseos: un yate, un avión privado, un viaje, etc. No sé si me
provoca tanta nausea el anuncio en sí, o que sea de ente público como es
Loterías y Apuestas del Estado.
He estado un tiempo indagando sobre los
motivos por los que tan infausto anuncio me estomaga; hasta que hoy me he dado
con una idea clara y distinta. Me provoca nauseas porque es mentira. El “no
tenemos sueños baratos”, debe cambiarse por “no tenemos sueños pequeños”. Lo
que suele pasar es que la adultez llega con prisa y nos cambia el sentido de
las palabras y el sentido de la vida. Rebajamos nuestros sueños hasta hacerlos
a la medida banal de lo que creemos que los demás desean. Con la inestimable
colaboración de la publicidad y la economía de mercado llegamos a creernos que
solo merece la pena lo que tiene un precio desorbitado.
Pero no siempre fue así. Recordemos
cuando fuimos adolescentes. Un adolescente, en medio de su confusión, solo
tiene claras dos cosas: lo que no quiere
ser y que lo que desea es algo verdadero y grande. Los jóvenes no tienen sueños
pequeños. Quizás esa desproporción entre el deseo y la realidad es la que les
lleve a madurar a través de la decepción, la renuncia y la reconstrucción de su
personalidad. Pero es ineludible: nadie puede crecer sin un sueño, más grande
que él mismo. y, sin embargo, los adultos no hacemos más que insistirles en que
asienten la cabeza, que sean realistas,
que no desperdicien su vida. Por eso se nos vuelven tan desafiantes e
impertinentes y nos echan en cara la incoherencia entre nuestros valores y
nuestros estilos de vida. A veces dan el blanco de nuestras decepciones, y
huimos adelante. Y pocos adultos se sientan a hablar con ellos tranquilamente.
Francisco Javier LUENGO MESONERO.
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