El fin de toda oración es la
unión con Dios. Se podría decir también que la unión con Dios es el comienzo de
toda oración, lo mismo que es el comienzo de la vida espiritual. Se suelen desconocer
y olvidar demasiado a menudo los admirables efectos del Bautismo, que es la iniciación
a la vida del espíritu. Esto constituye una pérdida enorme, pues por este
Sacramento se nos hace hijos de Dios de verdad, así como de nombre. No es una
mera adopción extrínseca que no tiene efectos internos en nosotros, sino que lo
que se produce en nuestra alma es un cambio real e intrínseco, por el cual se
nos hace partícipes de la naturaleza divina, en especial de la filiación
divina, de suerte que podemos llamar de verdad a Dios: Padre Nuestro. Y aún
más: en el bautismo, Dios viene a habitar en nuestros corazones real y
verdaderamente, en una forma absolutamente diferente de aquella en que está presente
en el resto de la creación.
Nuestro Señor insiste en que nos dirijamos a Dios como a un Padre: orad a vuestro Padre… el Padre sabe que tenéis
necesidad de estas cosas. Orad pues así: Padre Nuestro. Mientras estemos en
estado de gracia hay en nosotros aquello que nos hace hijos de Dios, y no
meramente de nombre. Si recordamos también que Dios es un Padre, nuestra
confianza en la oración tendrá un fundamento seguro y sólido. Nuestra mera
postura de rodillas o en cualquier otro gesto de oración ante Dios se convierte
en una oración: nuestras debilidades, necesidades, nuestros fallos e
infidelidades y hasta nuestros pecados, se convierten en nuestra más elocuente
súplica de la compasión paternal. Y esto gracias al Bautismo.
Eugene BOYLAN.
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