«El que come mi carne y bebe mi sangre en Mí permanece y yo en él» (Jn 6, 56).
Estas palabras de Cristo nos muestran, además, que la intimidad con Jesús no es
pasajera, sino duradera, destinada a prolongarse después de la Comunión.
El encuentro de Cristo con nosotros en la
Comunión expresa también esa impaciencia amorosa por unirse con nosotros
plenamente en la tierra, sin esperar al encuentro futuro en el Cielo. El amor
tiene prisa y no puede aguardar. «Comulgar con el Cuerpo y con la Sangre del
Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de
tierra y de tiempo para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo
enjugará las lágrimas de nuestros ojos, y donde no habrá
muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá
terminado»15.
Jesús realiza la conversión del pan en su Cuerpo y del vino en su Sangre, por cada uno de nosotros. Este I» «lento de la transustanciación, que tiene lugar en la consagración, ciertamente es único, pero también es múltiple: cada
forma de pan se convierte en el cuerpo de Jesús para donarse como
alimento a cada persona. Al comulgar, podemos, una vez más, decir con el apóstol: Cristo me ama y se entrega por mí.
Y no se conforma con dársenos, sino que ádemas, por la Comunión de su
Cuerpo y de su Sangre, (Cristo nos comunica también su Espíritu. Podemos decir
que el Espíritu Santo, a quien invocamos en la epíclesis de la Misa, nos da a
Jesucristo, y Jesucristo nos da su Espíritu en esta renovación del Sacrificio
de la Cruz. Justamente como hizo en el Calvario, en donde «entregó su
Espíritu» (Jn 19, 30), palabras que, alegóricamente, significan la donación
del Paráclito.
Javier FERNÁDEZ-PACHECO
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