La confesión
es un magnifico acto, un acto de gran amor. A él solo podemos llegar como
pecadores, portadores de pecado y sólo de él podemos marcharnos como pecadores
perdonados, sin pecado.
La confesión
es siempre la humildad puesta en acto. Hace años la llamábamos penitencia, pero
verdaderamente se trata de un sacramento de amor, del sacramento del perdón. Cuando
entre Cristo yo se abre una brecha, cuando mi amor se resquebraja, cualquiera
puede venir a llenar esta brecha. La confesión es el momento en que yo permito
a Cristo llevarse de mí todo lo que divide, todo lo que destruye. La realidad
de mis pecados debe ser prioritaria. A la mayoría de nosotros nos acecha el
peligro de olvidar que somos pecadores y que debemos acercarnos a la confesión
como lo que somos. Debemos ponernos ante Dios para decirle lo desolados que
estamos por todo lo que hemos hecho y que le ha herido.
El confesionario
no es un lugar de conversaciones banales o de charlatanerías. Solo hay un
sujeto importante: mis pecados, mi dolor, mi perdón, como vencer las
tentaciones, como practicar la virtud, como crecer en el amor de Dios.
Beata
TERESA DE CALCUTA,
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