Os recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento
fiel de las obligaciones habituales de la ¡ornada, con esas luchas que llenan
de gozo al Señor, y que sólo él y cada uno de nosotros conocemos. Convenceos de
que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre
otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones
de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo.
Al meditar aquellas palabras de nuestro
Señor: Yo,
por amor de ellos, me santifico a mí mismo, para que ellos sean santificados en
la verdad, percibimos
con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser
santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el
pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación
divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es
verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y
personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con
autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la
masa entera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario