El primer y gran mandamiento es este: Amarás al Señor tu Dios. Pero nuestra naturaleza es frágil; en
nosotros el primer grado del amor es amarnos a nosotros mismos antes que a
otra cosa, por nosotros mismos. Para impedir que nos deslicemos demasiado
fácilmente por esta pendiente, Dios nos ha dado el precepto de amar a nuestro
prójimo como a nosotros mismos. Ahora bien, constatamos que esto no nos es
posible sin Dios, sin reconocer que todo nos viene de él, y que sin él no
podemos absolutamente nada. En este segundo grado, pues, el hombre se vuelve
hacia Dios, pero no le ama más que para sí mismo y no por él.
Sin embargo, sería necesario tener un corazón de mármol o de bronce
para no conmovernos con los auxilios que Dios nos da cuando, en las pruebas,
nos volvemos hacia él. Pronto comenzamos a amarle a causa de la dulzura que
encontramos en él, más que a causa de nuestro propio interés. Cuando nos
encontramos en esta situación, no es difícil amar a nuestro prójimo como a
nosotros mismos si amamos a los demás en la medida en que somos amados, como
Jesucristo nos ha amado. He aquí el amor del que dice con el salmista: Cantad las alabanzas del Señor, porque es
bueno. Alabar
al Señor no solo porque es bueno con nosotros, sino simplemente porque él es
bueno, amar a Dios por Dios y no por nosotros mismos, es el tercer grado del
amor.
San Bernardo
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