“El
nombre indica la esencia, el meollo de la persona; si la persona se distingue,
se condensa y empieza a ser, es en virtud del nombre. El nombre atrae sobre el
que lo lleva la protección y una gracia particular del cielo; lo reviste de la
imagen guardiana y rectora de los santos y los grandes que lo llevaron antes;
le traza un destino; es como una plegaria y una evocación perpetua que surge
desde el corazón de la tierra.” (Lanza del Vasto).
Alude
este autor a la costumbre tan cristiana de imponer nombres de santos a los que
van a recibir el bautismo. La descristianización actual de esto que llamamos
Occidente se debe a muchas causas; una de ellas, aunque mínima, ¿No habrá sido
la invasora moda pagana de poner nombres no cristianos a los bebés en el
bautismo? Se llamará, qué sé yo, Messi o Elfo el niño, Anduriña o Rolindy la
niña, o les pondrán nombres exóticos que parecen música, pero no dicen nada.
Actualmente,
nos cuesta entender que el nombre propio pueda expresar la individualidad de un
ser. Y sin embargo, ¿No nos ocurre que a saber el nombre de una persona
desconocida, reaccionemos para algunas de ellas, diciendo que “no le pega el nombre”?
Dios
comenzó su obra creadora poniendo nombres: luz, noche, sol, luna, hierba, mar…
y al llamar a las criaturas hizo venir a la existencia lo que no existía (Rom
4, 17) en cierto sentido la creación quedó realizada plenamente cuando cada
criatura tuvo un nombre.
Manuel
IGLESIAS GONZALEZ S.J.
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