De él sabemos más bien poco.
Solo lo esencial: ha sido el padre adoptivo de Jesús. Comprendió la grandeza de
los designios de Dios por ese niño que esperaba María, su prometida. Cogió a María
por esposa y aceptó ser padre del Mesía. Sencillamente.
De él, no se sabe casi nada, y
sin embargo, José es el que, aparte de María, ha permitido que todo se posibilite y tome
forma. Por él se cumplieron las Escrituras que querían que el Mesías sea de la
estirpe de David. Es bajo la mirada de un José silencioso que madura la palabra
de vida y de luz de Cristo. Es porque él asume plenamente su misión y su
responsabilidad de padre adoptivo,
porque está vigilante, se compromete y escoge amar a Jesús como su hijo, que
hace la voluntad de Dios. Y, dócil y feliz por servir a su Dios cumpliendo con
su papel lo mejor que sabe y puede, él nos indica el camino que no es otro más
que el de la santidad.
¿Cómo no vamos a asociar san
José a ese mes de cierre del Año de la Fe, iniciado por Benedicto XVI hace un
año? Después del “SI” de María, José ha sido el primero en cumplir este acto de
fe magnífico. Ha escogido confiar. Treinta años antes de la entrada en la vida
pública de Jesús, su padre ha aceptado resueltamente dejarse conducir por ese
ser desvalido nacido en paja. En la tierra como en el cielo.
No se sabe cuando murió José.
Se piensa que murió antes de la manifestación pública de Jesús. Gusta pensar en
esos años pasados con María y Jesús. Las noches cortas de los primeros meses, los
primeros pasos agarrados a su mano, las primeras herramientas para aprender el
oficio, los primeros éxitos, los amigos, los enfados, las risas locas, las
comidas juntos, la oración en casa y en la sinagoga, las fiestas religiosas juntos…
José, el Fiel, el Justo, el
Silencioso, el Instrumento de Dios, es el mayor santo de todos los tiempos,
después de María. Y, es esa sencillez, fruto de su confianza y abandono, el
sentido de la responsabilidad y el compromiso al servicio del otro, la
perseverancia y la humildad, que deben ayudarnos a crecer. Por lo menos,
podemos empezar a poner nuestros pasos en los de José. José no está nunca lejos
de Jesús y María.
Jean-Baptiste DE FOMBELLE
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