La Biblia no nos habla de Dios a la manera de los otros
libros, sino que en ella, Dios nos habla de sí mismo, lo cual es distinto.
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son Palabra de Dios, palabra viva y
vivificante. Existe ciertamente en la Biblia –además de la narración de hechos históricos-
todo un sublime cuerpo de enseñanza; de ella se desprende una profunda
filosofía, y todo un conjunto de principios éticos. Pero la presentación de
todo ese tesoro de verdades se efectúa de modo concreto, vivo; porque está
ligado a acontecimientos reales: intervenciones de Dios en la historia como los
primeros capítulos del Génesis al narrarnos los orígenes del mundo y del hombre.
Contienen una profunda enseñanza no solo de orden sobrenatural, sino también
natural, como que Dios creó de la nada todos los seres; cuando leemos que Dios
creó el cielo y la tierra, vemos inmediatamente que Dios es creador y trascendente
al mundo; que el hombre es criatura de Dios.
La Biblia contiene lo más importante de la historia humana
en orden a nuestra salvación. A través de esa historia, y como motor interno
que lo impulsa, hay otra realidad, histórica también, menos perceptibles: los
impulsos, fuerzas y sentimientos que Dios ha ido poniendo en los protagonistas
de esa historia o en los autores sagrados que pusieron por escrito tales
acontecimientos. Hay, pues, en el interior de esa historia humana como otra
historia que hace Dios a través de nosotros los hombres a favor nuestro y con
nuestra colaboración, o a pesar de nosotros. Fundamentalmente la Biblia es
Historia de la salvación, o mejor dicho la historia de la salvación divina de
los hombres. Y en el medio de ella se alza la clave para entender esa historia:
la Muerte y Resurrección de Jesús. En efecto la Cruz es la gran explicación de
esa historia: salvar al mundo. Es cumplimiento, realidad, aunque también en
esperanza y en fe, hasta que llegue la consumación de los siglos.
Josemaría ESCRIVA DE BALAGUER.
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