Usted me pregunta cómo se equilibra mi vida. Yo también me lo pregunto. Estoy
cada día comido por el trabajo, correspondencia, teléfono, artículos, visitas.
Soy, con frecuencia, como una roca golpeada por todos lados por las olas que
suben. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante un día,
dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, solo miro hacia arriba,
hacia Dios. ¡oh bendita vida activa, toda consagrada a Dios, toda entregada a
los hombres y cuyo exceso mismo me conduce para encontrarme y dirigirme hacia
Dios! Él es la la sola salida posible en mis preocupaciones, mi único refugio.
En Dios me siento lleno de una esperanza casi infinita. Mis preocupaciones
se disipan. Se las abandono. Yo me abandono todo entero entre sus manos. Soy yo
de él, y él tiene cuidado de todo y de mí mismo. Mi alma, por fin, reaparece
tranquila, serena. Las inquietudes de ayer, las mil preocupaciones porque venga a nosotros tu reino, y aun el gran
tormento de hace pocos momentos ante el temor del triunfo de mis enemigos, todo
deja sitio a la tranquilidad de Dios, poseído inefablemente en lo más
espiritual de mi alma. Dios, la roca inmóvil contra la cual se rompen en vano
todas las olas. Dios, el perfecto resplandor que ninguna mancha empaña. Dios,
el triunfador definitivo, está en mí. Yo lo alcanzo en plenitud al término de
mi amor. Toda mi alma está en él, durante un minuto, como arrebatada en él.
Estoy bañado de su luz. Me penetra con su fuerza. Me ama. Yo no sería nada sin
él. Simplemente yo no sería.
San ALBEDRTO HURTADO.
(1901 - 1952)
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