La oración une al alma con Dios. Aunque nuestra alma sea siempre
semejante a Dios por su naturaleza, restaurada por la gracia, de hecho a menudo
se distancia de su semejanza a consecuencia del pecado. La oración nos
muestra que el alma debe querer lo que Dios quiere; reconforta la conciencia;
la hace apta para recibir la gracia. Dios nos enseña así a rogar con una
confianza firme de que recibiremos aquello por lo que rezamos; porque nos mira
con amor y quiere asociarnos con su voluntad y con su acción benéficas. Nos
incita pues a rezar por lo que le agrada; Parece decimos: «¿Qué es lo que
podría gustarme más que veros rezar con fervor, sabiduría e insistencia con el
fin de cumplir mis deseos?». Por la oración pues, el alma se une con Dios.
Pero
cuando por su gracia y su cortesía, nuestro Señor se revela a nuestra alma,
entonces obtenemos lo que deseamos. En este momento, no vemos otra cosa que
debamos pedir. Todo nuestro deseo, toda nuestra fuerza están totalmente fijos
en él para contemplarlo. Es una oración elevada, imposible de sondear, me
parece. Todo el objeto de nuestra oración es estar unido, por la visión y por
la contemplación, a aquel al que rogamos, con una alegría maravillosa y un
temor respetuoso, con una dulzura y deleite tal que no podemos rogar más, en
estos momentos, que por donde él nos conduce.
Lo sé, cuanto más Dios se revela al alma, más tiene sed de él, por su
gracia. Pero cuando no lo vemos, entonces sentimos la necesidad y la urgencia
de rogar a Jesús, a causa de nuestra debilidad y de nuestra incapacidad.
Juliana de Norwich
Mística inglesa venerada por católicos, anglicanos y luteranos
(1342-después de 1416).
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