El evangelista Juan nos refiere que, cuando Jesús ve a Natanael acercarse, exclama: Ahí tenéis a un israelista de verdad, en quien no hay engaño. Se trata de un elogio que recuerda el
texto de un salmo: Dichoso
el hombre... en cuyo espíritu no hay fraude, pero que suscita la curiosidad de
Natanael, que replica asombrado: ¿De qué me conoces? La respuesta de Jesús no es inmediatamente comprensible. Le dice: Antes de que Felipe te llamara, cuando
estabas debajo de la higuera, te vi. No sabemos qué había sucedido bajo esa higuera. Es evidente que se
trata de un momento decisivo en la vida de Natanael.
Él
se siente tocado en el corazón por estas palabras de Jesús, se siente
comprendido y llega a la conclusión: este hombre sabe todo sobre mí, sabe y
conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente.
Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo: Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres
el Rey de Israel. En
ella se da un primer e importante paso en el itinerario de adhesión a Jesús.
Las palabras de Natanael presentan un doble aspecto complementario de la
identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre,
de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del
que es declarado rey, calificación propia del Mesías esperado.
No
debemos perder de vista jamás ninguno de estos dos componentes, ya que si
proclamamos solamente la dimensión celestial de Jesús, corremos el riesgo de
transformarlo en un ser etéreo y evanescente; y si, por el contrario,
reconocemos solamente su puesto concreto en la historia, terminamos por
descuidar la dimensión divina que propiamente lo distingue.
Benedicto XVI
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