¡Con qué celo el fariseo que subía al templo para la oración pretendía
ayunar dos veces por semana y dar el diezmo de todo lo que ganaba! Había
fortificado bien la ciudadela de su alma. Se decía: Dios mío, te doy gracias. Había venido con todas las seguridades
imaginables ante Dios. Pero dejó un espacio abierto y expuesto al enemigo
cuando añade: Porque
no soy como el resto de los hombres, ni como ese publicano. Así, por la vanidad ha dejado entrar al
enemigo en la ciudadela de su corazón que estaba, no obstante, bien fortificado
por sus ayunos y sus limosnas.
Todas las precauciones son inútiles
cuando queda en nosotros una rendija por donde puede entrar el enemigo. Este
fariseo había vencido la gula por la abstinencia; había dominado la avaricia
por su generosidad. Pero ¿cuántos esfuerzos en vista a esta victoria han sido
anulados por un solo vicio, por la brecha de una sola falta? Por esto, no basta
con pensar en practicar el bien, sino que debemos vigilar nuestros pensamientos
para mantenerlos puros en las buenas obras. Porque si son una fuente de
vanidades o de orgullo en nuestro corazón, nuestros esfuerzos estarían llenos
de vanagloria y no servirían a la gloria del Creador.
San Gregorio Magno
Nació en Roma; prefecto de su ciudad y
monje después, fue papa desde el año 590. Es doctor de la Iglesia (540-604).
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