la oración no es cuestión de
algunos minutos que empleamos en estar de rodillas luchando por encontrar algo
que decir. Llega a ser una conciencia más o menos continua de la vida de
Jesucristo en nosotros, del crecimiento de Jesucristo en nosotros, de que
Jesucristo nos moldea mediante su Providencia con arreglo al deseo de su
corazón; nuestra cooperación, nuestra compañía, nuestra sumisión, nuestra
sonrisa de rendición, cuando renunciamos a nuestro propio camino con el fin de
atenernos al suyo, todo esto es nuestra oración. La mortificación, en lugar de
significar hacernos daño, viene a querer decir dar placer, e incluso vida, a
Jesucristo. Cada acción del día está intimimamente relacionada con Él.
Eugène BOYLAN
.
Esa es la gran dificultad de la
oración. Queremos tratar con Dios teniendo en cuenta nuestra comodidad;
queremos hacer un compromiso; queremos trabajar con Él en ciertos momentos y de ciertas maneras, y, para plantearlo con
toda crudeza, queremos desembarazarnos de Él en otras circunstancias. En eso
consiste el conflicto. No podemos desembarazarnos de Nuestro Señor por algún
tiempo. Él está siempre allí, y, o se le trata como a un amigo permanente o se
tendrá una “dificultad” en la oración.
Además, aunque intentemos
tenerle en nuestra compañía en todas las ocasiones podemos intentar olvidar que
es un Dios crucificado; que siempre se negó a sí mismo; que se entregó; que se
dio llegando hasta la obediencia a su Padre de la muerte de cruz. Queríamos tenerle,
pero no queremos compartir todos sus ideales, seguir todos sus caminos y
resulta que encontramos la oración “difícil”. Ahí está una de las raíces de la
relación entre mortificación y oración. La mortificación no es solamente
abstener de comer un dulce, que también, sino aceptar a Jesucristo entero, con
su cruz.
Eugène BOYLAN
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