La esperanza es la virtud que
pone en práctica la remodelación de la voluntad: gracias a ella, sé que lo puedo esperar TODO de Dios con total
confianza. Todo lo puedo en aquel que me conforta, dice san Pablo.
La esperanza nos cura del miedo y del desaliento, dilata el corazón y permite
que el amor se expanda.
Pero, a su vez, también la
esperanza, para constituir una auténtica fuerza, necesita de una verdad en la
que apoyarse. Este fundamento le es conferido por la fe: puedo esperar contra toda esperanza porque sé a
quien he creído. La fe hace que me adhiera a la verdad transmitida por la
Escritura, la cual no cesa de mostrar la bondad de Dios, su misericordia y su
absoluta fidelidad a sus promesas. A través de la Palabra de Dios, nos dice la
epístola a los Hebreos, tenemos firme
consuelo los que buscamos refugio en la posesión de la esperanza propuesta, la
cual tenemos como segura y firme ancla de nuestra alma, que penetra hasta el
interior del velo, donde Jesús entró como precursor.
Podríamos decir que, si la
caridad es en sí misma la mayor de las tres virtudes teologales, en la práctica
la esperanza es la más importante. Mientras hay esperanza, el amor se
desarrolla; si la esperanza se extingue, el amor se enfría. Un mundo sin esperanza
enseguida se convierte en un mundo sin amor. Pero también la esperanza tiene
necesidad de la fe. No existe fe viva sin obras y la primera obra producto de
la fe es la esperanza. Teresa de Lisieux decía en su “caminito de confianza y
amor”: “De Dios obtenemos tanto como esperamos”.
Jacques PHILIPPE.
La libertad interior.
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