Hoy fijamos nuestro pensamiento en un aspecto propio de Pentecostés: la
animación sobrenatural producida por la efusión del Espíritu Santo en el cuerpo
visible, social y humano de los discípulos de Cristo. Este efecto es la perenne
juventud de la Iglesia. La humanidad que forma la Iglesia está bajo los
influjos del tiempo, está encerrada, sepultada en la muerte; pero esta realidad
no suspende ni interrumpe el testimonio de la Iglesia en la historia a lo largo de los siglos. Jesús lo anunció y lo prometió: Yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo.
Uno puede objetar en
seguida, como tanta gente de hoy día: Quizá sí, la Iglesia es permanente, ya
que existe desde hace dos mil años, pero, justamente por ser tan antigua, está
envejecida. Para los espíritus abiertos a la verdad, sin embargo, bastaría con
decir que esta perennidad de la Iglesia es sinónimo de juventud. Es obra del Señor y es realmente
admirable. La Iglesia es joven. El secreto
de su juventud es su persistencia inalterable en el tiempo. El tiempo no hace
envejecer a la Iglesia, la hace crecer, la estimula hacia la vida y la
plenitud. Ciertamente, todos sus miembros mueren como todos los mortales, pero
la Iglesia, como tal, no sólo tiene un principio invencible de inmortalidad más
allá de la historia, sino que posee también una fuerza incalculable de
renovación.
Beato Pablo VI
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