Confieso que tengo todo el respeto por la explicación que ve en la
parábola de la viña a la Iglesia universal, a la viña de Cristo. Sin embargo,
personalmente, me gusta considerar mi alma y también mi cuerpo, es decir, toda
mi persona como una viña. No debo abandonarla, sino trabajarla, cultivarla
para que no la ahoguen los brotes o raíces extrañas, ni se vea agobiada por
sus propios brotes naturales.
Tengo que podarla para que no se forme demasiada madera, cortarla para
que dé más fruto. Sin falta tengo que rodearla de una valla para que no la
pisoteen los viandantes y para que el jabalí no la devore. Tengo que cultivarla
con mucho cuidado para que el vino no degenere en algo extraño, incapaz de
alegrar a Dios y a los hombres o incluso que pueda entristecerlos. Tengo que
protegerla con mucha atención, para que el fruto que con tanto trabajo se
cultiva no sea robado furtivamente por los que en secreto devoran a los
pobres. De la misma manera que el primer hombre recibió en el paraíso su viña y
la orden de trabajarla y de guardarla, yo tengo que cultivar mi viña.
San Isaac de STELLA
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