En cierta ocasión en que Francisco asistía devotamente a una misa que
se celebraba en memoria de los apóstoles, se leyó aquel evangelio en que
Cristo, al enviar a sus discípulos a predicar, les traza el tipo de vida
evangélica que habían de observar, es decir, que no poseyeran oro o plata, ni
llevaran dinero ni alforja para el camino, ni usaran dos túnicas ni calzado, ni
se proveyeran tampoco de bastón.
Francisco, tan pronto como oyó estas palabras y comprendió su
alcance, enamorado de la pobreza evangélica, se esforzó por grabarlas en su
memoria y, lleno de indecible alegría, exclamó: «Esto es lo que quiero, esto es
lo que de todo corazón ansio». Y al momento se quita el calzado de sus pies,
arroja el bastón, desecha la alforja y el dinero y, contento con una sola y
corta túnica, se desata la correa, y en su lugar se ciñe con una cuerda,
poniendo toda su solicitud en llevar a cabo lo que había oído y en ajustarse
completamente a la forma de vida apostólica.
Desde entonces, el varón de Dios, fiel a
la inspiración divina, comenzó a plasmar en sí la perfección evangélica y a
invitar a los demás a penitencia. Sus palabras no eran vacías ni objeto de
risa, sino que, llenas de la fuerza del Espíritu Santo, calaban muy hondo en el
corazón, de modo que los oyentes se sentían profundamente impresionados. Al comienzo de todas sus predicaciones
saludaba al pueblo, anunciándole la paz con estas palabras: «¡El Señor os dé la
paz!» Tal saludo lo aprendió por revelación divina.
San Buenaventura
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