Para los que quieren captar las ondas sobrenaturales del Espíritu
Santo, hay una regla, una exigencia que se impone de modo ordinario: la vida
interior. Dentro del alma es donde uno se encuentra con este huésped indecible:
«dulce huésped del alma», dice el maravilloso himno litúrgico de Pentecostés.
El hombre se hace templo
del Espíritu Santo, nos
repite san Pablo. El hombre de hoy, y también el cristiano muy a menudo,
incluso los que están consagrados a Dios, tienden a secularizarse. Pero no
podrá, jamás deberá olvidar esta exigencia fundamental de la vida interior si
quiere que su vida sea cristiana y esté animada por el Espíritu Santo. El
silencio interior es necesario para oír la palabra de Dios, para sentir su
presencia, para oír la llamada de Dios.
Hoy nuestro espíritu está demasiado
volcado hacia el exterior; no sabemos meditar, no sabemos orar; no sabemos
acallar todo el ruido que hacen en nosotros los intereses exteriores, las imágenes,
los humores. No hay en el corazón un espacio tranquilo y consagrado para
recibir el fuego de Pentecostés... La conclusión es clara: hay que darle a la
vida interior un sitio en el programa de nuestra ajetreada vida; un sitio
privilegiado, silencioso y puro; debemos encontrarnos a nosotros mismos para
que pueda vivir en nosotros el Espíritu vivificante y santificante.
Beato Pablo VI
Papa desde 1963 a 1978, llevó a término
el Concilio Vaticano II.
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