En el libro del Apocalipsis, el adversario de Dios, la Bestia, no lleva un nombre sino cantidad: 666. La Bestia es número y transforma en números. Nosotros, los que hemos tenido la experiencia de los campos de concentración, sabemos lo que esto significa; su horror viene precisamente por eso, porque borran sus rostros... Dios, él mismo, tiene nombres y llama por un nombre. Es persona y busca a las personas. Tiene un rostro y busca nuestro rostro. Tiene un corazón y busca nuestro corazón. Para él, no somos los que ejercemos una función en la gran máquina del mundo. El nombre es la posibilidad de ser llamado, es la comunión.
Por
eso, Cristo, el verdadero Moisés, es en quien finaliza la revelación del
nombre. Él no viene a traernos, como nombre, una palabra nueva; hace mucho más:
él mismo es el rostro de Dios. Él mismo es el nombre de Dios; es la posibilidad
misma que tiene Dios de ser llamado «tú», de ser llamado como persona, como
corazón. Su nombre propio, «Jesús», es el que lleva a término el nombre
misterioso de la zarza ardiente; así ahora aparece claramente que Dios no había
dicho la última palabra. El nombre de Jesús contiene la palabra «Yahvé» en su
forma hebraica y le añade otra: «Dios salva». Yahvé, «Yo soy el que soy», a
partir de Jesús, quiere decir: «Yo soy el que os salva». Su ser es salvación.
JOSEPH RATZINCER
Teólogo alemán del siglo XX, perito en el
Concilio vaticano II.
Papa emérito Benedicto XVI.
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