Imaginaos la desolación de un pobre pastor cuya oveja se ha
extraviado. Abandonando al rebaño, corre por los bosques y colinas, pasa a
través de espesuras y matorrales, lamentándose y gritando con todas sus fuerzas,
no pudiendo resignarse a volver sin su oveja. Eso es lo que hizo el Hijo de
Dios cuando los hombres, por su desobediencia, se alejaron de la conducta
señalada por su Creador; bajó a la tierra y no ahorró cuidados ni fatigas para
devolvernos al estado del que habíamos caído. Es lo que sigue haciendo con los
que se alejan de él por el pecado; sigue sus huellas, llamándolos sin cesar
hasta que vuelven al camino de la salvación.
Si no hubiera actuado así, sabéis bien lo
que habría sido de nosotros después del primer pecado mortal; nos sería
completamente imposible volver al camino. Es preciso que sea él quien actúe primero, que nos presente su gracia,
que nos persiga, que nos invite a tener piedad de nosotros mismos, sin lo cual
nunca se nos hubiera ocurrido pedirle misericordia. El ardor con que Dios nos
persigue es, sin duda, efecto de una misericordia muy grande. Pero la dulzura
con que viene acompañado este celo nos muestra una bondad todavía más
admirable. No usa jamás la violencia, sino tan solo la dulzura. No sé de ningún
pecador, en toda la historia del evangelio, que haya sido invitado a la
penitencia por otro medio que el de las caricias y beneficios.
San
Claudio de la Colombiére
Jesuíta francés, misionero y autor de obras de espiritualidad. Dirigió
espirítualmente a santa Margarita M" de Alacoque y propagó por todas
partes la devoción del Corazón de Jesús (1641-1682).
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