En la práctica, mientras que es una regla
segura no descuidar aquellos actos para los cuales se tiene facilidad o se
siente uno atraído, sin embargo, aparte del caso de manifiesta pereza, no se
deberá intentar forzar actos para los cuales no se tiene facilidad, sino quizá
mucho disgusto, especialmente cuando tal disposición es habitual. Esto es
verdad incluso de la especie más árida de oración, donde se está asido a Dios
manifiestamente, con las puntas de los dedos de la voluntad únicamente. Pueden
hacer falta actos —actos breves—de vez en cuando, para recobrarse de distracciones,
pero no se deberán forzar más allá de lo que haga falta. En las bases más
consoladoras de esta oración el alma goza de Dios, y esto es un ejercicio de la
voluntad que le complace mucho a Él y es de gran provecho para el alma. Pero si
la oración se hace seca y retraída, y resultan casi imposibles afectos devotos
de cualquier clase, entonces el alma tiene que orar con su voluntad únicamente.
Esto se hace, como escribe fray Piny, O. P., "queriendo emplear todo el tiempo de la oración en
amar a Dios, y en amarle a Él más que a sí mismo; queriendo quedar abandonados a la voluntad Divina.
Hay que comprender claramente que si queremos amar
a Dios (dejando a un lado por un momento la consideración de la parte que la
gracia juega en esta acción), en virtud de esa misma acción le amamos real y efectivamente; si, por un acto real de la voluntad, decidimos unirnos en amoroso sometimiento a la
voluntad de Aquel a quien amamos o deseamos amar, por ese mismo acto de la
voluntad llevamos a cabo, inmediatamente, dicha unión. El amor, en verdad, no
es nada más que un acto de la voluntad".
EUGENE BOYLAN
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