El enemigo mayor para amar a Dios es la soberbia de la vida. «Dos
amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la
terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La
primera ciudad se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios»50. Lo
que dificulta el amor a Dios, más que la inclinación desordenada a las
criaturas, es el propio yo. Hay en el hombre un antagonismo entre la libertad
del amor a Dios y la esclavitud del egoísmo. En un corazón lleno de amor propio
no cabe el amor a Dios.
Construimos la ciudad de Dios —el amor a
Dios— dejando obrar al Espíritu Santo en nosotros, para que nos vacíe de
nuestro yo y nos llene de Dios. Con su ayuda se trata de dar un giro
coper-nicano a nuestra vida, darle la vuelta a nuestro sistema planetario: en
lugar de girar alrededor de nuestro yo, girar alrededor de Dios; en lugar de
buscarnos a nosotros mismos, buscar la gloria de Dios.
«Los peores muros son los que construimos a nuestro alrededor», se
leía en unos grafíti del muro de Berlín. El gran obstáculo, que impide que Dios entre
en nuestras vidas, que dificulta que penetre en nosotros el amor de Dios, es
nuestro propio y0 Es la primera barrera que hay que derribar. Destruimos
ese obstáculo gracias a la libertad qUe Cristo nos ganó «muriendo
por todos para que l0s que viven no lo hagan para sí, sino para El,
qUe murió y resucitó» (2 Cor 5, 15).
Javier FERNÁNDEZ PACHECO
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