Cristo ama la infancia que al principio él mismo asumió tanto en su alma
como en su cuerpo. Cristo ama la infancia que enseña humildad, que es la norma
de la inocencia, el modelo de la dulzura. Cristo ama la infancia, hacia la que
orienta la conducta de los adultos, hacia la que conduce a los ancianos, y llama a
imitar su propio ejemplo a aquellos que deseen alcanzar el reino eterno.
Pero
para entender cómo es posible realizar tal conversión y con qué transformación
él nos devuelve a una actitud de niños, dejemos que san Pablo nos instruya y
nos lo diga: No
tenéis que ser niños en cuanto a vuestros pensamientos, sino en lo que respecta a
la malicia. Por
lo tanto, no debemos volver a nuestros días de infancia, ni a las torpezas del
inicio, sino tomar algo propio de los años de madurez: apaciguar rápidamente
las agitaciones interiores, encontrar la calma, olvidar totalmente las ofensas,
ser completamente indiferente a los honores, amar y preservar el equilibrio de
ánimo como un estado natural. Es un gran bien no saber cómo hacer daño a otros
y no tener gusto por el mal; no devolver a nadie el mal por el mal corresponde
a la paz interior de los niños, la que conviene a los cristianos. Es esta
forma de humildad la que nos enseña el Salvador al hacerse niño y ser adorado
por los magos.
San
León Magno
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