Las familias, los grupos, los estados, la comunidad internacional
misma tienen que abrirse al perdón para reanudar los lazos rotos, para ir más
allá de las situaciones de condena recíproca, para vencer la tentación de
excluir a los demás negándoles toda posibilidad de apelación o recurso. La
capacidad de perdón está en la base de todo proyecto de una sociedad futura más
justa y más solidaría. Negar el perdón, al contrario, sobre todo si es para
mantener los conflictos, tiene repercusiones incalculables para el desarrollo
de los pueblos. Los recursos se consagran a la carrera de armamentos, a los
gastos de guerra o para enfrentarse a las represalias económicas. La paz es la
condición del desarrollo, pero una paz verdadera no es posible sin el perdón.
La propuesta del perdón no es algo que se admita por su evidencia o
que se acepte fácilmente. En ciertos aspectos, es un mensaje paradójico. En
efecto, el perdón comporta siempre, a corto plazo, una pérdida aparente,
mientras que, a largo plazo, propicia un beneficio real. Con la violencia pasa
exactamente lo contrario. La violencia opta por un beneficio a corto plazo,
pero prepara para un futuro lejano una pérdida real y permanente. El perdón
podría parecer una debilidad. En realidad, tanto para el que lo pide como el
que lo concede, hace falta una fuerza espiritual grande y un coraje moral a
toda prueba. Lejos de disminuir a la persona, el perdón la conduce a un
humanismo más profundo y más rico, la capacita para reflejar en ella un rayo
del esplendor del Creador.
San
Juan Pablo II
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