Jesús enseñaba con autoridad, y los oyentes percibían que 'nadie
como él entendía lo que significaban exactamente aquellos textos. Era como si
fuera él mismo quien los hubiera escrito y solo él era capaz de sacar de cada
palabra todo el amor que contenía. En su misma persona las palabras adquirían
vida. No había una escisión entre lo que decía y lo que él mismo era o hacía.
De aquí sacamos varias conclusiones prácticas. La primera es que, cuando leemos
la Biblia y, especialmente el evangelio, no podemos dejar de mirar a Cristo:
solo en él cobran pleno sentido sus palabras. La segunda es que no se puede
hablar de Jesús sin estar fielmente unidos a él.
Más de una vez me ha
pasado que, escuchando una homilía mal construida, llena de imprecisiones,
pobre en vocabulario y hasta repetitiva, he percibido algo de la belleza del
evangelio por el amor a Dios de quien predicaba. La belleza del evangelio es la
misma belleza de Cristo y no puede sustituirse por ninguna otra. Las palabras
de Jesús no podemos mejorarlas, sino que son ellas las que nos hacen mejores a
nosotros. La auténtica explicación del evangelio es la santidad.
David AMADO FERNÁNDEZ
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