En la Eucaristía, Jesús se hace presente y, al mismo tiempo, se
ofrece por la salvación de los hombres. Es el sacramento de su amor. Señaló el
padre Hurtado: «El fuego de la inmolación eucarística, como el de la cruz, es
el amor infinito del Corazón de Jesús». A través de la comunión, Jesús nos
ofrece el mismo fuego de su amor. Se une a nosotros para que también nosotros
podamos ofrecemos.
En aquella Última Cena, Jesús también
mostró a sus apóstoles de qué manera debían vivir la fuerza que iban a recibir
en la Eucaristía. Lo hace mediante el lavatorio de los pies. La Eucaristía
dispone para el servicio a los hermanos, nos capacita para la práctica de la
caridad. El «amor extremo» que nos manifiesta con su entrega se perpetúa en
nosotros haciéndonos capaces de amar como él. Por eso, tenemos que volver
continuamente a la Eucaristía. En ella encontramos el amor con el que Jesús nos
ha amado y también la fuerza para responder a ese amor.
La acción de gracias de
la Eucaristía es la práctica de la misericordia. Mostramos nuestro
agradecimiento a Dios dejando que su amor nos transfigure interiormente y nos
vaya conformando cada vez más a él. Lavando los pies a sus apóstoles, Jesús
nos enseña a no poner medida a nuestro amor. El Maestro sorprendió a Pedro, como
también a nosotros. Servir a los demás nunca es indigno. En la medida en que
nos vamos identificando con el Señor se nos van descubriendo nuevas ocasiones
para ayudar a los demás.
DAVID AMADO FERNÁNDEZ
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