Las celebraciones pascuales llenan de luz el misterio de la
encarnación. En primer lugar, nos señalan la profundidad del alégrate con que el ángel saludó a la Virgen.
Tenía que hacerlo porque era llena de gracia, y ella, con su asentimiento al anuncio del ángel, abrió la puerta para
que la gracia llegara también a todos nosotros. La gracia es el don de Dios,
es decir, su amor, la comunicación de su misma vida. Es la vida que Jesús nos
comunica con su resurrección al habernos liberado del pecado y abrimos el
acceso a Dios. María, desde su concepción inmaculada, ya estaba llena de ese
amor. Ella nos muestra cómo la respuesta más grande al amor de Dios es
contribuir a su difusión para que alcance a otros. Lo que ella hizo de modo
eminente abriendo las puertas a la redención, debemos hacerlo también
nosotros. El sí dado a Dios redunda siempre en bien de otros, porque esa es la
dinámica misma del amor.
Estos días también saludamos a la Virgen con el canto del Regina coeli. En él le decimos: «Goza y alégrate,
Virgen María, porque ha
resucitado el Señor», que es una forma de expresar que su alegría, la que le
corresponde como hija amada del Padre, se extiende sobre todos los que Jesús ha
salvado. María ha acompañado a su Hijo en el misterio de la pasión y ahora goza
con su victoria. Sin duda, la verdadera alegría es inseparable del amor y no
puede dejar de ser gratuita: es tanto más plena cuanto más se goza en el bien
ajeno. Debemos alegramos por las continuas manifestaciones de la misericordia
de Dios y también, como María, ponernos a su servicio de forma incondicionada.
Dios tiene caminos misteriosos que con frecuencia no entendemos, pero siempre
son los de su amor. De ahí que María se presente como la esclava del Señor. No
pone ninguna barrera, ni la más pequeña: Hágase en mí según tu palabra.
David AMADO FERNÁNDEZ
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