Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero hagámoslo a costa de
nuestros brazos, con el sudor de nuestro rostro. Pues muy a menudo tantos actos
de amor de Dios, de complacencia, de benevolencia y otras acepciones parecidas
y prácticas interiores de un corazón tierno, aunque muy buenas y deseables,
son, sin embargo, muy sospechosas cuando no contemplan en absoluto la práctica del amor efectivo. En
esto dice nuestro Señor: La gloria de mi
Padre está en que deis mucho fruto.
Hay algunos que, por estar llenos de grandes sentimientos hacia Dios, se
deleitan en ello; pero cuando reparan en lo que les rodea y encuentran ocasión
de actuar, no les aprovechan esos sentimientos. Se jactan de su imaginación
calenturienta, se contentan con los dulces encuentros que tienen con Dios en la
oración, hablan con Él incluso como ángeles; pero al salir de la oración, llega
el momento de trabajar para Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los
pobres, de ir a buscar a la oveja perdida, de amar al pobre, de aceptar las
enfermedades o alguna desgracia. No, no nos confundamos: toda nuestra tarea
entonces consiste en pasar a la acción.
San VICENTE DE PAUL.
(1582 - 1660)
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