La aparición del capitalismo, el avance
de las ciencias físicas en detrimento de la filosofía, la corrupción del
principio de autoridad, la expansión del escepticismo y, en fin, la
proliferación del terror fueron los frutos granados de la mefítica Reforma. Y
todos ellos contribuyeron al mayor mal de todos, que a juicio de Belloc es el
aislamiento del alma, «una pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio
producido por la existencia común, por la certidumbre pública y la voluntad
general». Un aislamiento del alma que, en el orden social, provoca incesantes
energías destructivas, a veces saldadas mediante guerras, a veces mediante
revoluciones, creadoras siempre de descontento social. Un aislamiento del alma
que erige, sobre las ruinas de los lazos colectivos que garantizaba la fe,
sucesivos ídolos políticos (llámense Estado o nación) que ya nada tienen que
ver con el auténtico amor a la patria. Un aislamiento del alma, en fin, que en
el orden filosófico da lugar a extravagancias en apariencia antípodas, pero
íntimamente fraternas: primero, la extravagancia de creer que la razón humana
es suficiente para dar fundamento a toda la vida del hombre; luego, la extravagancia
opuesta, según la cual la razón humana no tiene autoridad ni aun en su propia
esfera. Todos estos monstruos de la razón (idealismos, racionalismos,
materialismos, nihilismos varios) que, a la postre, conducen al hombre a un
vacío atroz, tienen su origen y explicación en la Reforma, cuyo espíritu se
resume «en una negación y desafío universales lanzados contra toda institución
y todo postulado».
Belloc concluye advirtiendo que este aislamiento del alma terminará
empujando a los europeos a la superstición y a la inanidad, a menos que
vuelvan a abrazar la idea que da sustento a Europa, la fe católica y romana que
constituye su única sustancia, frente a la amenaza incesante de los bárbaros.
En este año en que vamos a escuchar muchas paparruchas buenistas (incluso en
boca de quienes más obligación tienen de alumbrarnos) sobre el infausto Lutero
y su obra demoledora conviene leer (¡y releer!) Europa y la fe, de Hilaire Belloc. •
Juan Manuel DE PRADA
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