Aunque
es un texto para ser meditado de forma continua y siempre desde la persona de
Cristo, podemos hacer algunas reflexiones. La primera es que si aspiramos a la
felicidad del cielo, un criterio para saber que nos acercamos a ella es ser ya
felices en la tierra. No se trata de esa felicidad vacua que vende el mundo y
que muchas veces es al precio de un corazón vacío; un simple estar satisfechos
o contentos. Aquí se habla de una felicidad, la verdadera, que va unida al
amor. Es una felicidad donde se conjuga la total apertura a Dios desde la
inocencia y la sencillez (pobres, limpios), con la acción más atrevida (hambre
de justicia, trabajo por la paz, práctica de la misericordia) y con la
contradicción más extrema (sufrimiento, llanto, persecución por la justicia y
por el nombre de Cristo).
Se trata de una felicidad
que no puede ser sino la de Cristo y que nos lleva a querer imitarle en algo
muy radical: al igual que él quiso en todo cumplir la voluntad del Padre,
también nosotros hemos de dejarnos amar por Cristo en todas las circunstancias.
Así es bienaventurado no el que busca situaciones especiales de santificación
(la historia está llena de penitentes y de gente esforzada que descuidó lo
esencial), sino el que es capaz de descubrir en todo momento y circunstancia
que Dios le ama; que en aquella situación se está realizando la historia de
amor de Dios para con los hombres y que él tiene la oportunidad de percibirlo.
Esa certeza es la que nos llena de felicidad porque en lo efímero y contingente
se revela lo eterno y lo que dura para siempre: el amor de Dios.
DAVID AMADO FERNÁNDEZ
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