Como el Hijo fue enviado por el Padre, así también él envió a los apóstoles diciendo: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo.
Este solemne mandato de Cristo de
anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los apóstoles con orden
de realizarlo hasta los confines de la tierra. Por eso hace suyas las palabras
del apóstol: ¡Ay
de mí si no evangelizare!, y sigue incesantemente enviando evangelizadores, mientras no estén
plenamente establecidas las Iglesias recién fundadas y ellas, a su vez,
continúen la obra evangelizadora.
El Espíritu Santo la impulsa a cooperar
para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de
salvación para todo el mundo. Predicando el evangelio, la Iglesia atrae a los
oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los prepara al bautismo, los libra
de la servidumbre del error y los incorpora a Cristo para que por la caridad
crezcan en él hasta la plenitud. Con su trabajo consigue que todo lo bueno que
se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los
ritos y culturas de estos pueblos, no solo no desaparezca, sino que se
purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del
demonio y felicidad del hombre.
La responsabilidad de diseminar la fe
incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte.
Concilio Vaticano II
Concilio ecuménico XXI de la Iglesia
católica (1963-1965).
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