Cuando preguntó: ¿Dónde lo habéis puesto?,
los ojos de nuestro Señor se llenaron de lágrimas. Sus lágrimas fueron como la
lluvia, Lázaro como el grano, y el sepulcro como la tierra. Gritó con voz
potente, la muerte tembló a su voz, Lázaro brotó como el grano, salió y adoró
al Señor que lo había resucitado. La fuerza de la muerte que había triunfado
después de cuatro días es pisoteada para que la muerte supiera que al Señor le
era fácil vencerla al tercer día; su promesa es verídica: había prometido que
él mismo resucitaría el tercer día.
Acércate y quita la
piedra. ¿Acaso el que resucitó a un muerto y le devolvió la vida no podía abrir
el sepulcro y derribar la piedra? Ciertamente, habría podido también quitar la
piedra por su palabra aquel cuya voz, mientras estaba suspendido de la cruz,
quebró las piedras y el sepulcro. Pero, como era amigo de Lázaro, dice:
«Abrid, para que el olor de la podredumbre les golpee, y desatadlo vosotros que
lo habéis envuelto en un sudario, para que reconozcáis bien al que habíais
sepultado».
San
Efrén
Diácono
y maestro en lo escuela de Edesa, Mesopotamia, escribe sus obras para la
liturgia y la catequesis de lengua siríaca.
Doctor de la Iglesia (3067-373).
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