A veces, Señor, te siento pasar, pero no te detienes en mí, pasas de
largo, y yo te grito como la cananea. ¿Me atreveré a acercarme a ti? Seguro que
sí: los perritos echados fuera de la casa de su amo siempre vuelven a ella, y
cuidando guardar la casa, reciben cada día su ración de pan. Sigo aquí echado,
frente a la puerta, y te llamo; maltrecho, suplico. Así como los perritos no
pueden vivir lejos de los hombres, ¡mi alma no puede vivir lejos de mi Dios!
Ábreme,
Señor. Haz que llegue hasta ti para ser inundado por tu luz. Tú, que habitas
en los cielos, te has escondido en las tinieblas, en la oscura nube. Como dice
el profeta: Te cubriste de nube para que no pasara nuestra oración.
Me corrompo en la tierra, el corazón
como en un lodazal. Tus estrellas no brillan para mí, el sol se ha oscurecido,
la luna ya no emite su luz. Oigo cantar tus hazañas en lo salmos, los himnos y
los
cánticos
espirituales; en el evangelio, tus palabras y tus gestos resplandecen como la
luz; los ejemplos de tus siervos, las amenazas y las promesas de tus Escrituras
se imponen ante mis ojos y vienen a golpear la sordera de mis oídos. Pero mi
espíritu se ha endurecido. Señor, ¿cuánto tardarás en romper tus cielos, en descender
para venir a socorrer mi torpeza? Haz que me convierta y que, por lo menos,
venga al atardecer como un perrito hambriento.
Guillermo
de Saint-Thierry
Abad cisterciense en Saint-Thierry (Francia)
y gran maestro espiritual (Ca. 1085-1148).
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