¡Cuánto me habría gustado ser sacerdote para predicar
sobre la Santísima
Virgen! Para que un sermón sobre la Virgen me guste y me
aproveche, tiene que hacerme ver su vida real, no su vida supuesta; y estoy
segura de que su vida real fue extremadamente sencilla. Nos la presentan
inaccesible, habría que
presentarla imitable, hacer resaltar sus virtudes, decir que ella vivía de fe igual que nosotros, probarlo por
el evangelio, donde leemos: No comprendieron lo que
quería decir.
La Santísima Virgen es la Reina del cielo y de la
tierra, pero es más madre
que reina; y no se debe decir que a causa de sus prerrogativas eclipse la
gloria de todos los santos como el sol al amanecer hace que desaparezcan las
estrellas. ¡Dios mío, qué cosa más extraña! ¡Una madre que hace desaparecer la
gloria de sus hijos...! Yo
pienso todo lo contrario, yo creo que ella aumentará con mucho el esplendor de los elegidos.
Está bien
hablar de sus privilegios, pero no hay que quedarse ahí. Quién sabe si en ese caso algún alma no llegará incluso a sentir cierto distanciamiento
de una criatura tan superior y a decir: «Si eso es así, mejor irse a brillar como se pueda en
un rincón». Lo que la Santísima Virgen tiene sobre nosotros es que
ella no podía pecar
y que estaba exenta del pecado original. Pero, por otra parte, tuvo menos
suerte que nosotros, porque no tuvo una Santísima Virgen a quien amar, y eso es una
dulzura más para
nosotros y una dulzura menos para ella.
Santa Teresa del Niño Jesús
Carmelita
descalza; es doctora de la Iglesia (1873-1897).
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