jueves, 28 de enero de 2016

INTIMIDAD CON JESÚS EN LA COMUNIÓN


«El que come mi carne y bebe mi sangre en Mí permanece y yo en él» (Jn 6, 56). Estas palabras de Cristo nos muestran, además, que la intimidad con Jesús no es pasajera, sino duradera, destinada a prolongarse después de la Comunión.
El encuentro de Cristo con nosotros en la Co­munión expresa también esa impaciencia amorosa por unirse con nosotros plenamente en la tierra, sin esperar al encuentro futuro en el Cielo. El amor tiene prisa y no puede aguardar. «Comulgar con el Cuerpo y con la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ata­duras de tierra y de tiempo para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lá­grimas de nuestros ojos, y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo vie­jo ya habrá terminado»15.
Jesús realiza la conversión del pan en su Cuerpo y del vino en su Sangre, por cada uno de nosotros. Este I» «lento de la transustanciación, que tiene lugar en la consagración, ciertamente es único, pero también es múltiple: cada forma de pan se convierte en el cuer­po de Jesús para donarse como alimento a cada per­sona. Al comulgar, podemos, una vez más, decir con el apóstol: Cristo me ama y se entrega por mí.
Y no se conforma con dársenos, sino que áde­mas, por la Comunión de su Cuerpo y de su Sangre, (Cristo nos comunica también su Espíritu. Podemos decir que el Espíritu Santo, a quien invocamos en la epíclesis de la Misa, nos da a Jesucristo, y Jesucristo nos da su Espíritu en esta renovación del Sacri­ficio de la Cruz. Justamente como hizo en el Cal­vario, en donde «entregó su Espíritu» (Jn 19, 30), palabras que, alegóricamente, significan la dona­ción del Paráclito.
 
Javier FERNÁDEZ-PACHECO

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