Yo también alguna vez, allá en el mundo, corría por las carreteras de
España, ilusionado de poner el marcador del automóvil a 120 km por hora...
¡Qué estupidez! Cuando me di cuenta de que el horizonte se me acababa, sufrí
la decepción del que goza la libertad de la tierra, pues la tierra es pequeña
y, además, se acaba con rapidez. No hay mundo bastante para él, y sólo
encuentra lo que busca en la grandeza e inmensidad de Dios. ¡Hombres libres que
recorréis el planeta! No os envidio vuestra vida sobre el mundo. Encerrado en
un convento, y a los pies de un crucifijo, tengo libertad infinita, tengo un
cielo, tengo a Dios. ¡Qué suerte tan grande es tener un corazón enamorado de
él!
¡Pobre hermano Rafael!... Sigue quieto,
clavado, prisionero de tu Dios, a los pies de su Sagrario. Escucha el lejano
alboroto que hacen los hombres al gozar breves días su libertad por el mundo.
Escucha de lejos sus voces, sus risas, sus llantos, sus guerras... Escucha y medita
un momento. Medita un momento en la vida de Cristo y verás que en ella no hay
libertades, ni ruido, ni voces. Verás al Hijo de Dios sometido al hombre. Verás
a Jesús obediente, sumiso y que con serena paz sólo tiene por ley de vida
cumplir la voluntad de su Padre. Y, por último, contempla a Cristo clavado en cruz...
¡A qué hablar de libertades!
San Rafael Arnáiz Barón
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