jueves, 4 de octubre de 2018

LA ALEGRÍA VIENE DE LA PALABRA.


Juan explicará cuál es la razón de su alegría cuando sus discípulos le interroguen sobre su relación con Cristo: El que tiene la esposa es el esposo; en cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada. Incluso su muerte, decretada en un ambiente de frivolidad festiva, no deja de hacemos pensar dónde se encuentra la verdadera alegría que tantas veces nos escamotea la búsqueda insacia­ble de diversión. No pocas veces confundimos la alegría con la satisfacción que sentimos por nosotros mismos. Señaló san Agustín hablando de Juan:

«Él no obtiene la alegría de sí mismo. El que quiera encontrar la causa de su alegría en sí mismo estará siempre triste; pero el que quiere encontrar su alegría en Dios estará siempre ale­gre, porque Dios es eterno. ¿Quieres tener una alegría eterna? Esto es lo que hizo Juan».

La alegría del Bautista hace referencia siempre a Jesucristo y, precisamente por ello, él también puede comunicarla a los demás. Su alegría proviene de la Palabra, de la que él es solo la voz. Como nos ha recordado el papa Francisco, la causa de nuestra alegría está en conocer a Jesucristo y dejarse amar por él:
«Solo gracias a ese encuentro -o reencuentro- con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero».
A través de Juan, aprendemos a entrar en la amistad con Cristo. Como todas las preferencias que Dios manifiesta en la historia, se ordena al bien de todos. Juan recibe un don singular al que responde con total entrega y generosidad. Amigo de Cristo, quiere que los demás puedan conocer esa amistad. Precursor del Señor, es tal su entrega e identifica­ción con la misión del Salvador que llegan a confundirlo con él. Sin embargo, nunca dejó espacio a la ambigüedad y por eso siempre señaló al Señor hasta el punto de reconocer que Jesús debía crecer y él disminuir.

David AMADO FERNÁNDEZ




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