Juan explicará cuál es la razón de su alegría cuando sus discípulos le
interroguen sobre su relación con Cristo: El que tiene la esposa es el esposo; en
cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del
esposo; pues esta alegría mía está colmada. Incluso su muerte, decretada en un
ambiente de frivolidad festiva, no deja de hacemos pensar dónde se encuentra la
verdadera alegría que tantas veces nos escamotea la búsqueda insaciable de
diversión. No pocas veces confundimos la alegría con la satisfacción que
sentimos por nosotros mismos. Señaló san Agustín hablando de Juan:
«Él no obtiene la alegría de sí mismo. El que quiera encontrar la
causa de su alegría en sí mismo estará siempre triste; pero el que quiere
encontrar su alegría en Dios estará siempre alegre, porque Dios es eterno.
¿Quieres tener una alegría eterna? Esto es lo que hizo Juan».
La alegría del Bautista
hace referencia siempre a Jesucristo y, precisamente por ello, él también puede
comunicarla a los demás. Su alegría proviene de la Palabra, de la que él es solo la
voz. Como nos ha recordado el papa Francisco, la causa de nuestra alegría está
en conocer a Jesucristo y dejarse amar por él:
«Solo gracias a ese encuentro -o reencuentro- con el amor de Dios, que
se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y
de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más
que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros
mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero».
A través de Juan,
aprendemos a entrar en la amistad con Cristo. Como todas las preferencias que
Dios manifiesta en la historia, se ordena al bien de todos. Juan recibe un don
singular al que responde con total entrega y generosidad. Amigo de Cristo,
quiere que los demás puedan conocer esa amistad. Precursor del Señor, es tal su
entrega e identificación con la misión del Salvador que llegan a confundirlo
con él. Sin embargo, nunca dejó espacio a la ambigüedad y por eso siempre
señaló al Señor hasta el punto de reconocer que Jesús debía crecer y él
disminuir.
David AMADO FERNÁNDEZ
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