¡Jesús! ¡Qué humildad la tuya,
Rey de la Gloria, al someterte a todos
los sacerdotes, sin hacer distinción alguna entre los que te aman y los
que, por desgracia, son tibios o fríos en tu servicio! A su llamada, tú bajas
del cielo; pueden adelantar o atrasar la hora del Santo Sacrificio, que tú
estás siempre pronto a su voz. ¡Qué manso y humilde de corazón me pareces, Amor
mío, bajo el manto de la blanca Hostia! Ya no puedes abajarte más para
enseñarme la humildad; por eso, para responder a tu amor, yo también quiero
desear que mis hermanas me pongan siempre en el último lugar y convencerme de
que es precisamente mi sitio.
Yo sé bien, Dios mío, que el
alma orgullosa tú la humillas y que a la que se humilla le concedes una
eternidad gloriosa; por eso, quiero ponerme en el último lugar y compartir tus
humillaciones, para tener parte contigo en el reino de los cielos. Pero tú,
Señor, conoces mi debilidad; cada mañana hago el propósito de practicar la
humildad, y por la noche reconozco que he vuelto a cometer muchas faltas de
orgullo. Al ver esto, me tienta el desaliento, pero sé que el desaliento es
también una forma de orgullo. Por eso quiero fundar mi esperanza solo en ti; ya
que tú lo puedes todo, haz nacer en mi alma la virtud que deseo. Para alcanzar
esta gracia de tu infinita misericordia, te repetiré muchas veces: “¡Jesús,
manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo!”
Santa TERESA DEL NIÑO JESÚS.
(1873 – 1897)
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