viernes, 20 de enero de 2017

MARÍA, MADRE Y MODELO.

A través de María, podemos comprender mejor en qué consiste la santidad. En su concepción inmaculada hay un privilegio singularísimo. Dios la preservó de todo pecado en orden a su maternidad divina. Pero la dotó de una ver­dadera santidad. No se trataba, como cuando se dispone un quirófano para una operación, de garantizar su absoluta asepsia para evitar cualquier posible infección. Dios elige y prepara a la santísima Virgen para acercarse. Y la misma santidad de que participa María la aproxima más a todos los hombres. De ahí que sea natural que nosotros la sintamos cercana. La Inmaculada es obra maestra del amor de Dios, que va a colaborar con todo su ser, a la mayor manifestación de ese amor: Dios nos va a dar a su propio Hijo. Durante el pasado Año santo pudimos meditar en profundidad cómo la santidad que Dios nos ofrece por su misericordia tiene
un efecto inmediato: nos mueve a querer estar cerca de los demás, especialmente de los que sufren, de los abandona­dos, de los pobres.
En tercer lugar, en María encontramos un ideal. En el evangelio leemos la primera aparición de María. El aire de la escena, tan bien reflejado por algunos pintores como Fray Angélico, nos describe con toda sencillez la gran libertad de la Virgen. Sorprende la serenidad y, al mismo tiempo, el carác­ter total de su entrega. No es la espontaneidad de un movi­miento reflejo, sino la decisión de un alma que quiere con todas sus fuerzas, pero con total naturalidad. No hay división en ella entre lo que es y la misión que se le encomienda. Lo que el ángel le propone corresponde totalmente a lo que ella es. Por ello, en la vida de María encontramos sufrimiento, pero nunca frustración. Ella va a pasar por la oscuridad de la fe, pero nunca se va a sentir descolocada. Es así porque ella quiere lo que Dios quiere y por eso se mueve siempre en esa armonía profunda


David AMADO FERNÁNDEZ 

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