Todas las palabras sagradas de Cristo, aunque revestidas de forma temporal y ordenadas a un fin inmediato, conservan toda su fuerza en cada época. Permaneciendo en la Iglesia, están destinadas a seguir siendo válidas en el cielo y se prolongan hasta la eternidad. Son nuestra regla santa, justa y buena, la lámpara para nuestros pasos, y la luz en nuestros senderos, tan plena e íntimamente válidas para nuestro tiempo como cuando fueron pronunciadas.
Esto
hubiera sido igualmente verdad si, con una sencilla atención humana, alguien
hubiera recogido las migajas de la mesa de Cristo. Pero nosotros tenemos una
seguridad mucho mayor porque recibimos la palabra no de los hombres, sino de
Dios. El Espíritu Santo, que glorificó a Cristo y dio a los evangelistas la
inspiración de escribir, no trazó para nosotros un evangelio estéril. Alabado
sea por haber escogido y salvaguardado para nosotros las palabras que debían
ser particularmente útiles para el porvenir; palabras que servirían de ley a la
Iglesia para la fe, la moral y la disciplina. No nos dio una ley escrita sobre
tablas de piedra, sino una ley de fe y de amor, de espíritu y no de letra, una
ley para los corazones generosos que aceptan vivir de toda palabra, por humilde y modesta que sea, que sale de la boca de Dios.
Beato John Henry Newman
Nace en Londres; convertido del
anglicanismo, fue presbítero, cardenal y fundador de una comunidad religiosa
(1801-1890).
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