viernes, 3 de junio de 2016

EL PERDON.


Las familias, los grupos, los estados, la comunidad internacional misma tienen que abrirse al perdón para reanudar los lazos rotos, para ir más allá de las situa­ciones de condena recíproca, para vencer la tentación de excluir a los demás negándoles toda posibilidad de apelación o recurso. La capacidad de perdón está en la base de todo proyecto de una sociedad futura más justa y más solidaría. Negar el perdón, al contrario, sobre todo si es para mantener los conflictos, tiene repercu­siones incalculables para el desarrollo de los pueblos. Los recursos se consagran a la carrera de armamentos, a los gastos de guerra o para enfrentarse a las represa­lias económicas. La paz es la condición del desarrollo, pero una paz verdadera no es posible sin el perdón.
La propuesta del perdón no es algo que se admita por su evidencia o que se acepte fácilmente. En cier­tos aspectos, es un mensaje paradójico. En efecto, el perdón comporta siempre, a corto plazo, una pérdida aparente, mientras que, a largo plazo, propicia un bene­ficio real. Con la violencia pasa exactamente lo contra­rio. La violencia opta por un beneficio a corto plazo, pero prepara para un futuro lejano una pérdida real y permanente. El perdón podría parecer una debilidad. En realidad, tanto para el que lo pide como el que lo concede, hace falta una fuerza espiritual grande y un coraje moral a toda prueba. Lejos de disminuir a la persona, el perdón la conduce a un humanismo más profundo y más rico, la capacita para reflejar en ella un rayo del esplendor del Creador.

San Juan Pablo II

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