viernes, 25 de agosto de 2017

Te seguiré adondequiera que vayas



«En el atardecer, danos tu luz, Señor». Estamos en el atardecer. Me quiero preparar a poder responder: «Aquí estoy», a la llamada, tal vez inesperada. La vejez -que es otro gran don del Señor- tiene que ser para mí motivo de callada alegría interior y de abandono diario al Señor mismo, al que me dispongo como un niño que se lanza hacia los brazos abiertos de su padre. Mi ya larga y humilde vida se ha ido devanando como una madeja bajo el signo de la simplicidad y de la pureza. Es verdad que la voluntad de Dios es mi paz. Y mi esperanza está puesta totalmente en la misericordia de Jesús.
Pienso que el Señor me tiene reservado, para mi completa mortificación y purificación, para admitirme en su gozo eterno, alguna gran aflicción o pena del cuerpo y del espíritu antes de que me muera. Bien, pues lo acepto de todo corazón, que sirva todo para su mayor gloria y el bien de mi alma y de mis queridos hijos espirituales. Temo la debilidad de mi resistencia y le pido que me ayude, ya que no tengo casi ninguna confianza en mí mismo, pero una total confianza en el Señor Jesús. Hay dos puertas que dan al paraíso: la inocencia y la penitencia. ¿Quién puede pretender, oh hombre frágil, encontrar la primera abierta de par en par? Pero la segunda es acceso seguro. Jesús pasó por ella cargado con su cruz, expiando nuestros pecados. Él nos invita a seguirlo.

San Juan XXIII

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