jueves, 27 de diciembre de 2012

LA SANGRE.



Existe una especie de riachuelo de fuego que atraviesa la Biblia de una parte a otra y nos alcanza en la Eucaristía; es el tema de la sangre. Para  seguir el curso de este riachuelo tenemos que tener presente que la eucaristía está presente en toda la historia de la salvación, respectivamente, como “figura” en el Antiguo Testamento, como “acontecimiento” en la vida de Jesús y como “sacramento” en el tiempo de la Iglesia. A la luz de este esquema, la efusión de la sangre de Cristo nos aparece en primer lugar “proféticamente” prefigurada. Después “históricamente” realizada, y por último, “sacramentalmente” renovada en la eucaristía.

En el Antiguo Testamento tenemos la sangre del cordero pascual (Ex 12,7, 13), la sangre de la alianza con la que Moisés roció el pueblo (Ex  24,8) y la sangre del día de la gran expiación en el Santo de los Santos (Lv 16,1 ss). Todas estas figuras no pierden valor cuando aparece la realidad que es la sangre de Cristo derramada sobre la cruz.

La sangre es la sede de la vida, o sea, de lo que hay de más sublime y sagrado en el mundo. El derramamiento de la sangre de Jesús es el signo de amor más grande que puede existir. “No fue la muerte del Hijo lo que complació al Padre, sino su voluntad de morir libremente por nosotros” (S. Bernardo). La sangre es signo de la obediencia al Padre y de un amor por nosotros que llega hasta la muerte. Cristo nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre


Raniero CANTALAMESSA

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