viernes, 10 de marzo de 2017

LA FELICIDAD.


Aunque es un texto para ser meditado de forma continua y siempre desde la persona de Cristo, podemos hacer algu­nas reflexiones. La primera es que si aspiramos a la felicidad del cielo, un criterio para saber que nos acercamos a ella es ser ya felices en la tierra. No se trata de esa felicidad vacua que vende el mundo y que muchas veces es al precio de un corazón vacío; un simple estar satisfechos o contentos. Aquí se habla de una felicidad, la verdadera, que va unida al amor. Es una felicidad donde se conjuga la total apertura a Dios desde la inocencia y la sencillez (pobres, limpios), con la acción más atrevida (hambre de justicia, trabajo por la paz, práctica de la misericordia) y con la contradicción más extrema (sufrimiento, llanto, persecución por la justicia y por el nombre de Cristo).
Se trata de una felicidad que no puede ser sino la de Cristo y que nos lleva a querer imitarle en algo muy radical: al igual que él quiso en todo cumplir la voluntad del Padre, también nosotros hemos de dejarnos amar por Cristo en todas las cir­cunstancias. Así es bienaventurado no el que busca situaciones especiales de santificación (la historia está llena de penitentes y de gente esforzada que descuidó lo esencial), sino el que es capaz de descubrir en todo momento y circunstancia que Dios le ama; que en aquella situación se está realizando la historia de amor de Dios para con los hombres y que él tiene la oportunidad de percibirlo. Esa certeza es la que nos llena de felicidad porque en lo efímero y contingente se revela lo eterno y lo que dura para siempre: el amor de Dios.


DAVID AMADO FERNÁNDEZ

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